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Publicado el 18 de febrero de 2015, escrito por Michelle J. Goff, directora ejecutiva del Ministerio Hermana Rosa de Hierro
“Volver a quien lo envió. Dirección desconocida.” ¿Te sientes que así se debe etiquetar a tus oraciones? No recibes una respuesta y te preguntas si dirigiste las oraciones a la persona indicada.
Gracias a Dios, en Cristo, tenemos acceso directo al Padre y ya no tenemos que ir al templo ni el tabernáculo. Ya no hay un sacerdote que tiene que hacer un sacrificio de nuestra parte para que Dios nos escuche. Jesús fue el sacrificio perfecto. Una vez para siempre.
Entonces, si confío en Dios que puedo levantar mis oraciones directamente a Él, ¿por qué no recibo una respuesta? ¿O es que sí la está recibiendo?
A veces Dios nos contesta la oración positivamente y a veces con un “no” definitivo. Pero frecuentemente, nos hace esperar la respuesta, y por lo tanto dudamos de Su soberanía (control con gracia) y dudamos si Su oído comprendiera nuestro pedido.
Sin embargo, hay una manera en la que Dios siempre contesta nuestras oraciones: con crecimiento espiritual.
Se puede decir que no somos personas pacientes. Y además, somos muy egoístas. Queremos lo que queremos cuando lo queremos. Puede que no nos portamos como un niño de dos años, pero hemos aprendido a disfrazar nuestro egoísmo impaciente. Nos quejamos, chillamos, sugerimos, nos retiramos, demandamos… cada quien tiene su método. Y cuando Dios nos hace esperar, intentamos como podamos con nuestro Creador divino y Padre amoroso, seguros de que tenemos mejor entendimiento que él. Y mientras esperamos, ¿qué empezamos a aprender?
· Nuestro Creador divino de verdad sabe lo que es lo mejor para Su creación.
· Nuestro Padre amoroso nos ama más de lo que podemos comprender.
· Nuestro Dios soberano está en control de todo y tiene una perspectiva eterna.
· Nuestro Salvador, lleno de gracia, nos quiere bendecir y salvarnos de nosotros mismos.
Puede que Dios no te conteste tus oraciones tal cómo y cuándo se las haces, pero Dios siempre nos contesta la oración con crecimiento espiritual si se lo permitimos.
No tienes la dirección equivocada porque crees que las oraciones no se han escuchado. Estás experimentando una oportunidad de hacer crecer tu fe como la viuda persistente (Lucas 18).
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Escrito por Débora Rodrigo, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en España
Estas últimas semanas en Madrid (España), donde actualmente vivo, se han sucedido días de auténtico calor de verano alternándose con otros más fríos de lluvias torrenciales. Los españoles no estamos acostumbrados a tantos cambios meteorológicos, de modo que ha sido un constante tema de conversación a mi alrededor. Sin embargo, más allá de la mera conversación, he podido notar una vez más una característica humana que nuestras palabras dejan escapar cada vez que tienen ocasión. “Ay, qué calor tan terrible, con esto no hay quien pueda.” “¿No va a parar de llover hoy? No soporto la lluvia.” No importa la situación, parece que siempre nuestras palabras tratan de dejar evidencia de los aspectos mas negativos de la misma. ¿Por qué?
Creo que para encontrar la respuesta a esta pregunta tenemos que adentrarnos en la raíz, en lo profundo, allí de donde salen nuestras palabras: nuestros corazones. Porque de la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12:34b, NBLA). Es cierto que muchas veces nos esforzamos por que nuestras palabras sean palabras de ánimo, de aliento, palabras que den fuerza y gracia a nuestros oyentes; pero nuestros esfuerzos pueden ser en vano si la raíz de la que se nutren nuestras palabras está envenenada. No podemos hacer crecer una planta sana si la regamos con químicos tóxicos y peligrosos. De igual forma, es muy difícil que nuestro hablar muestre una cosa muy diferente a aquella con la que inundamos nuestro corazón. Recuerda que tu corazón es la fuente que riega todo tu cuerpo. Sí, tus palabras no son más que una evidencia más. ¿Quieres que tu forma de hablar y comunicarte muestre un corazón puro, lleno de gracia y amor de Dios? Sólo hay una forma de conseguirlo. Inunda tu corazón de aquello que quieres que muestren tus palabras.
Tal vez sea este un buen momento para parar y escucharnos a nosotras mismas.
¿Cómo se nos oye a nuestro alrededor?
¿Qué tipo de palabras y expresiones utilizamos?
¿Cómo es nuestro tono y la intención de nuestra habla?
¿Qué escuchan de nosotras los que tenemos a nuestro alrededor?
Tal vez sea el momento de comenzar a regar nuestros corazones con sabiduría y amor de Dios. Tal vez tenemos que dejarlos en remojo en las páginas de la Biblia. Así, poco a poco, todo ese veneno irá desapareciendo y ese líquido de vida irá renovándose hasta ser un nutriente que empape las raíces de nuestras palabras y cambie por completo nuestra comunicación.
Y tú, ¿de qué vas a alimentar a tus palabras hoy?