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Escrito por Sabrina de Campos, líder del equipo portugués del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Texas
Aunque de niña había escuchado muchísimas clases hablando sobre la Santidad y cómo la definición de Santo significa “apartado por Dios,” todavía me molestaba cuando mis compañeros de salón me decían “santa” en broma. Y no porque yo sabía que estaban intentando molestarme, sino porque cada vez que escuchaba aquella palabra sentía que mi corazón en mi pecho se ahogaba.
Por crecer en la iglesia yo siempre intenté actuar como un ejemplo y siempre me mantenía lejos de problemas. Pero, aunque mi conducta era buena, yo no sentía que estaba apartada por Dios.
¿Has sentido esto también?
Esto me hace pensar en Israel, el pueblo apartado por Dios. Israel tenía una conexión con el Padre que a muchas de nosotras nos gustaría tener; que Él nos tome por la mano y guíe por el desierto. Pero ellos también tenían un gran problema, su rebelde corazón. El pueblo de Yahvé, aunque muchas veces seguía Sus reglas de purificación y conducta, no tenía un corazón santificado. Y aunque Yahvé les haya dado mil y una oportunidades de redención, su corazón seguía duro.
Muchas veces el arrepentimiento llegaba al corazón del pueblo, y el Señor les daba la oportunidad de empezar un nuevo templo, de hacer nuevos sacrificios para la purificación. Pero Israel siempre regresaba a su estado de rebeldía. ¡Israel definitivamente no era un pueblo santo por sus actitudes! Así como vos y yo tampoco lo somos.
Nuestro corazón, así como el del pueblo de Israel, es duro. Por eso Dios es Quien santifica a todas las cosas y no nuestras propias acciones. Muchas veces dejamos que nuestra búsqueda por bendiciones nos lleve lejos de Él, así como lo hizo Israel cuando buscó a otros dioses.
Pero Yahvé, conociendo nuestros corazones y nuestras debilidades nos regaló a Jesús. Él se dio cuenta que no importa cuantas veces intentemos, nuestro espíritu es débil, y Él es el único que nos puede santificar. Regalarnos corazones circuncidados. Nuestra Santidad viene de Jesús, por el poder purificador de Su sangre. Así que, si como yo, en algún momento no te sientes suficientemente santa, acuérdate que Él ha pagado el precio por ti.
Si tu definición de la santidad depende de tus acciones y no del sacrificio de Jesús que nos redime, te invito a pensarlo otra vez, a redefinir tu idea de santidad y a ser redefinida por ella. Dios ya nos ha apartado, y quiere que tu corazón sea purificado a través de la sangre de Cristo.
“Pues Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo.” (2 Tim. 1:9 NVI)
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Escrito por Kara Benson, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hiero en Arkansas
Cuando era pequeña, tenía varios conceptos erróneos sobre el bautismo. Aunque me criaron asistiendo a servicios religiosos y clases de Biblia, nadie me lo había explicado nunca. Por ejemplo, pensé que, si alguien peca después de ser bautizada, de alguna manera manchaba su salvación. En consecuencia, practicaba cuánto tiempo podía pasar sin pecar para ver si estaba lista para ser bautizada. Pasaría un día, tal vez dos. Sin embargo, al tercer día, inevitablemente, me equivocaría y me daría cuenta de que no estaba lista para el bautismo.
Por supuesto, sabemos que ésta no es la realidad del bautismo o la vida que sigue. Luchar por la santidad no significa perfección o que nunca pecaremos. Es un estilo de vida, una dirección en la que caminamos. Cierto predicador dice repetidamente: "El arrepentimiento es lineal." Me atrevería a incluir la santidad en esa categoría también. Si se representara en un gráfico, la búsqueda de la santidad no está representada por una sola línea que se dispara directamente hacia el cielo, sino más bien una línea que zigzaguea mientras se mueve hacia arriba.
Si algo es santo, es apartado, sagrado, dedicado o consagrado a Dios. En resumen, la santidad para los cristianos significa que somos diferentes y consagrados: diferentes del mundo y consagrados para Dios.
Diferentes. Efesios 5:3 dice, “Entre ustedes ni siquiera debe mencionarse la inmoralidad sexual, ni ninguna clase de impureza o de avaricia, porque eso no es propio del pueblo santo de Dios.” Filipenses 2:15 nos exhorta a ser “intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada. En ella ustedes brillan como estrellas en el firmamento.” Como cristianos, deberíamos lucir diferentes al mundo. No debemos vestirnos como el mundo, con ropa reveladora que sea de naturaleza sensual o que llame la atención sobre nuestros cuerpos. No deberíamos sonar como el mundo, ya sea en un lenguaje soez, en bromas groseras o en un discurso que deshonra a Dios. No debemos actuar como el mundo en nuestras decisiones y conducta. No deberíamos encontrarnos encajando con la gente del mundo porque “Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios” (Stgo. 4:4). En cambio, debemos parecernos a nuestro Dios que nos llama a ser santos en todo lo que hacemos porque Él es santo (1 Ped. 1:15-16).
Consagradas. De acuerdo a Efesios 5:26-27, Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella “para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable.” Se supone que una esposa debe mantenerse pura para su esposo y viceversa. Asimismo, nosotros, como iglesia y esposa de Cristo, debemos mantenernos puros para Él. 2 Corintios 7:1 enseña que debemos “purificarnos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación". No debe haber nada malo o impuro dentro de nosotros porque somos el templo del Espíritu Santo que habita en nosotros. Imagínese a los santos en el cielo de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Llevan túnicas blancas que representan su pureza. Para ser santas como cristianas, debemos estar totalmente consagradas a Dios (juego de palabras). Colosenses 3:17 dice, "Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él."
Cuando obedecimos el llamado en Hechos 22:16 de “Levántate, bautízate y lávate de tus pecados, invocando su nombre,” nos comprometimos a buscar la santidad. Permitamos que nuestra búsqueda de la santidad nos redefina como diferentes del mundo y consagradas a Dios.