Escrito por Johana Batres, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Colorado
“Porque ustedes antes eran oscuridad, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de luz y comprueben lo que agrada al Señor.” (Ef. 5:8,10; NVI)
Cuando el apóstol Pablo escribió a los efesios no limitó las normas morales de Dios a ciertas personas o grupos de edades. No creó un sistema de clasificación que permitiera la exposición al mal para aquellos que se encontraban a ciertos niveles espirituales. Más bien señaló al mismo Señor Jesucristo como la norma.
Si estamos comprometidas a vivir como Dios nos ha llamado a vivir, nos esforzaremos para averiguar qué es “aceptable al Señor” y no vamos a participar “en nada que tenga que ver con las obras infructuosas de la oscuridad…” (Ef. 5:11, NVI).
Este asunto de la santidad no es fácil. El apóstol Pablo le dijo a Timoteo que la buena forma espiritual también demanda mucho más que un enfoque relajado para vivir una vida que honre a Dios. Especialmente en una cultura marcada por la falsa enseñanza y excesos, Pablo escribió: “Más bien, ejercítate en la piedad, pues, aunque el ejercicio físico trae algún provecho, la piedad es útil para todo, ya que incluye una promesa no solo para la vida presente, sino también para la venidera” (1 Tim. 4:7-8, NVI).
Nuestra meta no es obtener músculos espirituales sino piedad: una vida que sea agradable al Señor. El estudio vigoroso de la Palabra, la oración centrada y la disciplina corporal; todo, es parte del proceso. La medida en que entrenamos afecta grandemente a la manera en que corremos nuestra carrera en la vida. De lo contrario, si vivimos como todo mundo lo hace, pecando y agradándonos a nosotros mismos, ¡imagina la tristeza de Dios en Su corazón! Él debe sentirse triste cuando nos mezclamos y vivimos como “todos los demás” que nos rodean. Casi puedo oírlo decir: “¿Qué haces viviendo de este modo? ¡Tú perteneces a mi nación!”.
Pedro nos recuerda que somos distintas: “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9, NVI). Ser santo significa que somos únicas, apartadas para Dios; que estamos asemejándonos a Él y reflejando Su forma de vida caracterizada por una cultura diferente. Significa que perdonamos las crueles ofensas, que somos misericordiosos, bondadosos, veraces y leales a nuestras promesas. Simplemente, somos como Él. Hemos sido redefinidas por Su santidad.
Así que, comencemos con la ayuda del Espíritu Santo y que nuestras vidas reflejen a Jesús de tal forma que dejemos una marca en nuestros vecindarios, familias, trabajos; porque la lealtad a Jesús debe verse y oírse en nuestro andar. Para guiar a los demás y sacarlos de la oscuridad del pecado, dejemos que vean la santidad de Dios en nosotras.
¿Cómo vas a demostrar al mundo que eres única y apartada para Dios?