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Escrito por Abigail Baumgartner, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Luisiana
“¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero solo uno obtiene el premio? Corran, pues, de tal modo que lo obtengan. Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre. Así que yo no corro como quien no tiene meta; no lucho como quien da golpes al aire. Más bien, golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado” (1 Cor. 9:24-27, NVI).
Al crecer como una nadadora competitiva de élite, siempre aprecié las palabras de Pablo a los corintios en toda su intensidad. Como nadadora, trabajé duro para lograr mis objetivos, ya sea pasar a un mejor grupo de entrenamiento, alcanzar un tiempo estándar o ganar una carrera. La metáfora de "correr la carrera" que usa Pablo para hablar sobre la vida cristiana tenía sentido para mí y me hizo comprender la necesidad de que los cristianos sean determinados y disciplinados. Sin embargo, hoy, mientras escribo sobre Pablo y "correr la carrera", recuerdo cómo una vez entendí mal este pasaje. Aunque apreciaba la intensidad de Pablo, algunos mensajes que recogí durante mi infancia en los deportes competitivos me impidieron comprender el hermoso objetivo de esta carrera.
Como nadadora joven, aprendí que yo era la única responsable de mi éxito o fracaso. La cultura del deporte individual me convenció de que, si algo salía mal, sólo necesitaba mirarme en el espejo para ver por qué. En cierto sentido, esto es cierto. Tener el hábito de faltar a la práctica, quedarse despierto hasta muy tarde o comer solamente comida chatarra demuestra una falta de disciplina. Aun así, el mensaje que escuché fue que cualquier defecto era inaceptable. Entonces, cuando hubo días en que no dormí, no comí o no entrené a la perfección, me condené solo por ser humana. Aprendí que, en el deporte, tenías que ser tu propio salvador; no hubo gracia, ni redención. Para alguien con tendencias perfeccionistas, este no fue un mensaje útil.
De hecho, luché durante años para reconciliar este principio atlético profundamente arraigado con lo que sabía acerca de mi Dios. Desde muy joven supe que todo pecado me separaba de Dios (Rom. 3:23), pero que Dios había redimido mi vida por medio de la sangre de Jesús (Rom. 3:24). Acepté ese regalo a través del bautismo a los 12 años. Aun así, sentí una desconexión entre lo que me habían enseñado como atleta y lo que sabía que era verdad como cristiana. Cada vez que leía 1 Corintios 9:24-27, siempre me retorcía un poco; para mí, fue solamente otro llamado a correr hacia la perfección por pura fuerza de voluntad.
Afortunadamente, encontré nueva libertad y profundidad en estos versos durante mi primer año de universidad mientras nadaba para la Universidad Estatal de Luisiana (LSU). Ese año, cuando se acercaba una competencia importante, me invadió el temor de no haber hecho lo suficiente. Por ejemplo…
¿Qué hay de esa vez hace tres semanas cuando no aceleré en la práctica?
No debí haber comido pizza la semana pasada.
¡Son las 11 de la noche y AÚN NO ESTOY DORMIDA!
En medio de esta guerra mental, clamé a Dios y Él me acercó a Él, recordándome que Él es "un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por medio de todos y en todos" (Ef. 4:6, NVI). Dios me recordó que Él no era solamente el Señor de mi vida en un sentido espiritual, redimiéndome de mi pecado, sino Señor sobre todos los aspectos de mi vida. Me recordó de nuevo Su poder sobre el pecado y la muerte, cómo me creó y me salvó... ¿realmente pensé que me abandonaría en una carrera de cualquier tipo?
Lo que aprendí entonces, y a lo que me aferro ahora, es que Dios nunca me pidió que corriera hacia la perfección. Él me pidió “dejar a un lado todo lo que me estorba” y correr hacia Él (Heb. 12:1, DHH). La carrera de la que habla Pablo no es una comprobación robótica de casillas y el premio no es la perfección. La carrera se trata de la maravillosa oportunidad de conocer a Dios y darlo a conocer: Dios es el propósito y el premio.
Aunque me retiré de la natación competitiva en el 2021, sigo atesorando mi nueva comprensión de lo que importa al correr cualquier carrera metafórica o literal. Como estudiante, amiga, hija, trabajadora, mentora o atleta, sé que el verdadero premio y el propósito de mi carrera se encuentran solamente en Cristo. Alabo a Dios por esos años de natación que me enseñaron que no puedo salvarme. Ahora, conociendo a mi bondadoso Salvador, puedo glorificar a Dios por la belleza de Su redención que no se detiene en la orilla del agua, sino que fluye hacia adentro, hacia afuera, sobre, a lo largo y a través de cada parte de mi carrera en formas inesperadas e impresionantes.
¿Cómo ha usado Dios partes de tu historia para hacer que las Escrituras cobren vida en tu vida?
¿En qué áreas de tu vida necesitas dejar la perfección y correr hacia Dios?
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Escrito por Deanna Brooks, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
En 2 Timoteo 4:7 Pablo escribe: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe”.
Piensa en esas palabras, luego mira el versículo 8, donde sigue esos pensamientos diciendo: “Por lo demás me espera la corona de justicia que el Señor, el juez justo, me otorgará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que con amor hayan esperado su venida”.
¿Qué sabemos de Pablo? ¿Por qué podía escribir con tanta confianza?
Primero encontramos a Pablo en Hechos 7:58 donde es llamado por su nombre judío Saulo, sosteniendo las vestiduras de los que apedreaban a Esteban, luego Hechos 8:1 nos dice que Saulo aprobó la ejecución. Esto nos hace pensar que ya tenía cierta autoridad entre los líderes judíos.
Pablo habla un poco de sí mismo en 1 Corintios 15:9-10: “Admito que yo soy el más insignificante de los apóstoles y que ni siquiera merezco ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que él me concedió no fue infructuosa…”
Aprendemos más en Filipenses 3:5-6: “circuncidado al octavo día, del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de pura cepa; en cuanto a la interpretación de la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que la ley exige, intachable”.
Pablo nació judío, y sus padres siguieron la ley judía y lo circuncidaron cuando tenía ocho días, según la ley que Dios le dio a Abraham en Génesis 17:12.
Pablo era fariseo, maestro de la ley, y era celoso de luchar contra cualquier cosa que desafiara la pureza de Israel o de la ley.
Era un perseguidor de la iglesia y estaba dispuesto a usar la violencia para proteger la ley de Moisés. Él creía que los primeros cristianos eran blasfemos contra un Dios santo. Pablo habría recordado Levítico 24:10-16 donde Dios fue blasfemado y supo que esto era una ofensa seria. Vivió irreprensiblemente de acuerdo a cómo entendía que era la ley.
Como judío fiel, ofreció los sacrificios apropiados y guardó los días festivos y las leyes de pureza, y hubiera esperado que otros hicieran lo mismo.
Pablo creció en Jerusalén y estudió en la escuela de Gamaliel (una autoridad principal en el Sanedrín) según Hechos 22:3. Debido a su educación, asumimos que era de una familia rica. Su lugar de nacimiento, Tarso, a unas 620 millas de Jerusalén, se remonta al año 1900 a. C. y fue una importante ciudad comercial en lo que conocemos como la Turquía actual.
Pablo tenía acceso al poder, al dinero y al prestigio de una alta posición social… a todo lo cual renunció para seguir a Jesús.
En Filipenses 3:7-8 Pablo escribe: “Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo. Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo”.
Pablo había renunciado a todo desde su juventud para ser un discípulo de Cristo.
Debido a que Pablo fue a los gentiles, no habló de “virtud” ya que ellos habrían pensado en las cuatro virtudes griegas: justicia, valor, templanza y prudencia. En cambio, Pablo habló del fruto del Espíritu en Gálatas 5:22-23: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio… y animó a los cristianos a incorporarlos en sus vidas.
Pablo nos dice su meta en Filipenses 3:10: “Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte.”
Él nos anima a olvidar lo que queda atrás y a seguir recordando la meta que tenemos delante (Fil. 3:14-15).
Pablo le dice al Sanedrín en Hechos 23:1: “Hermanos, hasta hoy yo he actuado delante de Dios con toda buena conciencia”. Debido a que había hecho lo que pensaba que Dios quería que hiciera, cuando Jesús captó su atención en el camino a Damasco, Pablo se mostró receptivo al mensaje de Jesús.
Antes de que Pablo comenzara a perseguir a los cristianos, es probable que estudiara esta nueva fe por querer hacer lo correcto, por lo que es posible que ya supiera algo sobre lo que los discípulos hacían y creían.
El apóstol Pablo, nacido ciudadano de Roma, nos recuerda que nuestra ciudadanía está en los cielos y esperamos a un Salvador que nos transformará (Fil. 3:20-21; 4:1), así que “manténganse así firmes en el Señor”.
Al mantenernos firmes, nosotras también podemos decir con Pablo: “He guardado la fe… me espera una corona de justicia”.
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