Escrito por Michelle J. Goff, fundadora y directora del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
Saúl fue ungido como el primer rey de Israel por el profeta Samuel.
9 Cuando Saúl se dio vuelta para alejarse de Samuel, Dios le cambió el corazón, y ese mismo día se cumplieron todas esas señales. 10 En efecto, al llegar Saúl y su criado a Guibeá, un grupo de profetas les salió al encuentro. Entonces el Espíritu de Dios vino con poder sobre Saúl, quien cayó en trance profético junto con ellos. (1 Sam. 10:9-10)
Sin embargo, cuando Saúl regresó a casa, no reveló lo que Dios había hecho a través de él, ni tampoco que Samuel le había ungido como rey. No sabemos si fue incrédulo de lo que había pasado a través de él por el Espíritu de Dios. Desconocemos si tenía miedo de lo que le esperaba durante su reino. Sinceramente, no sabemos por qué se escondió entre el equipaje cuando Samuel llamó a Israel por tribu y luego por familia.
23 Fueron corriendo y lo sacaron de allí. Y, cuando Saúl se puso en medio de la gente, vieron que era tan alto que nadie le llegaba al hombro. 24 Dijo entonces Samuel a todo el pueblo:
—¡Miren al hombre que el Señor ha escogido! ¡No hay nadie como él en todo el pueblo!
—¡Viva el rey! —exclamaron todos. (1 Sam. 10:23-24)
Dado que los Israelitas habían rechazado a Dios como Rey, Saúl cargó la gran responsabilidad de representar al SEÑOR para el pueblo. El Espíritu de Dios le vendría para actuar y hablar como Dios hubiera hecho. Y durante los primeros años de su reinado, Saúl buscó el consejo de Dios por el profeta Samuel para poder cumplir ese llamado y responsabilidad. Más que nada, Saúl anheló dar la gloria a Dios por rescatar a Su pueblo de sus enemigos. Inicialmente, Saúl reconoció que era simplemente un siervo de Dios, puesto en ese lugar para servir al pueblo de Dios y recordarles a devolver su mirada hacia Dios.
Sin embargo, en 1 Samuel 13, aprendemos que Saúl tomó las cosas en sus propias manos y dejó de obedecer lo que Dios le había mandado. Samuel reprende a Saúl y en vez de arrepentirse, Saúl defendió su decisión, expresando la preocupación que le consumió en vez de la confianza en la instrucción de Dios.
De ese punto en adelante, vemos el Espíritu de Dios alejarse de la vida de Saúl y su liderazgo. Al contrario, un espíritu le atormentaba y terminó destruyéndolo, sacando el reino de sus manos y de las de sus descendientes.
El joven pastor David iba al trono de Saúl para tocar el harpa, calmándolo temporalmente con las melodías harmoniosas. Sin embargo, el alivio que sintió fue breve, especialmente después de que aprendió que Dios había ungido y bendecido a David como sucesor al trono, en lugar de a su propio hijo, Jonathan.
Los contrastes enormes entre Saúl y David son ilustraciones profundas de cómo es posible guardar o perder una corona.
- Ambos hombres fueron ungidos con el Espíritu de Dios. Uno era tan alto que nadie le llegaba al hombro. El otro era el más joven y pequeño de la familia.
- Ambos llevaban corona. Uno se quedó sentado en el trono de su propio corazón. El otro hizo que el SEÑOR fuera su Rey.
- Los dos hombres fueron escogidos para guiar a Israel, el pueblo escogido de Dios después de que había rechazado al SEÑOR como su Rey. Uno escuchó las instrucciones de Dios y siguió de lejos con ellas. El otro buscaba constantemente la voluntad de Dios en cada paso, antes de proseguir.
- Ambos pecaron. Uno justificó sus acciones. El otro se arrepintió.
- Uno solo pudo guardar su corona…
Años después de que el profeta Samuel confrontó al Rey Saúl, el profeta Natán confrontó al Rey David por sus pecados horrendos de adulterio y asesinato. David fue compungido de corazón y se arrepintió (2 Sam. 12). Habiendo observado el espíritu atormentado de Saúl, podemos escuchar la angustia del llanto arrepentido de David, pidiendo que Dios no le quite Su santo Espíritu.
10 Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
11 No me alejes de tu presencia
ni me quites tu santo Espíritu.
12 Devuélveme la alegría de tu salvación;
que un espíritu obediente me sostenga.
(Sal. 51:10-12)
Los reyes, Saúl y David, como nosotros, enfrentaban pruebas y decisiones. Ellos son una prueba de fe que podemos contar como sumo gozo (Stgo. 1:3). Porque “Dichoso el que resiste la tentación porque, al salir aprobado, recibirá la corona de la vida que Dios ha prometido a quienes lo aman" (Stgo. 1:12).
Nadie merece la corona de vida, pero el amoroso sacrificio perfecto del Hijo unigénito de Dios nos permite ser herederos de Su Reino eterno.
Que el contraste entre las coronas de Saúl y David nos sirvan como recordatorio sobre cómo el rechazo de Dios como Señor y Maestro de nuestras vidas puede “engendrar el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte” (Stgo. 1:14-15).
Hoy y todos los días, podemos escoger la corona de vida y con ella, rendirnos al Señorío de Dios, confiando en Su Espíritu para guiar nuestros pasos.
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