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Mi color favorito es el rojo. Los que me conocen bien saben que evito y detesto el rosado. Puede que mi mamá me puso demasiada ropa rosada como niña o quizás porque veo al rosado como un color que quisiera ser rojo, pero no llega. No importa la razón que sea, no me gusta el rosado para nada. Pero el domingo de la Pascua del 2014, aprecié la manera en que Dios me mostró un rosado bien bonito.
Esa mañana, me uní con dos otras familias en Brighton, Colorado, para un servicio de adoración al amanecer. Nos reunimos en el terreno de un amigo un poco fuera de la ciudad. Me costó levantarme tan temprano y la lluvia de la noche anterior hizo que la mañana fue bien fresca, hasta fría, pero valió la pena.
Oramos, cantamos canciones en adoración, leímos de la Biblia, y nos recordamos de la bella esperanza de la resurrección—una esperanza que no tenemos que esperar a celebrar sólo una vez al año, sino todos los días.
Amaneció el sol en el este y cambió el cielo de rojos y amarillos a un cielo azul, un día clarito con el cielo lleno del sol que ya nos empezó a calentar. Cuando el sol salió lo suficiente para que su luz besara las montañas tapadas con nieve en el oeste, me paré maravillada de la belleza. Las montañas estuvieron brillando de rosado.
Puse al lado mi odio al rosado por un momento para poder apreciar el esplendor del rosado bonito que Dios había utilizado para pintar las montañas.
Les pido perdón por no tratar de sacar una foto. Creo que una foto no hubiera alcanzado la belleza que vi en ese momento. Sin embargo, te animo a dejar que Dios te transforme la perspectiva—a ver de nuevo la manera en que Dios pinta las cosas que evitas o detestas.
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Escrito por Rachel Baker, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
Estoy segura de que esta es una escena familiar para la mayoría de nosotras:
Una madre cansada se abre camino en la tienda de comestibles con sus hijos, haciendo todo lo posible por recordar todo lo que está en su lista mientras maneja el caos que la rodea...
Y al menos uno de sus hijos está gritando y llorando durante todo el camino por la tienda.
Para aquellas que nunca han criado a sus hijos o han pasado largos períodos de tiempo cuidándolos, es fácil pensar: “Dios mío, ¿qué le pasa a esa mujer? Si ese fuera mi hijo, no se le permitiría actuar así. Necesita controlar a sus hijos."
¿Alguna vez ha tenido una actitud así hacia los demás? ¿O tal vez escuchaste una respuesta similar de otra persona?
Sin embargo, si te has encontrado en una situación similar, conoces el estrés y las emociones que la acompañan. Sabes lo que te llevó a ese momento de tu día, sabes que estabas haciendo todo lo posible para superar la experiencia y sabes la vergüenza que sentiste cuando otro pequeño humano actuó de una manera que estaba completamente fuera de tu control.
¿Cómo afecta eso su actitud hacia esta preciosa madre? Tal vez esté más inclinado a ofrecer una sonrisa o una palabra de aliento al pasar. Incluso podrías chocar los cinco y decir algo como: "Lo estás haciendo muy bien, mamá. Tú puedes."
Cuando podemos relacionarnos con los demás y sentir realmente empatía hacia ellos y su situación, nuestras actitudes se redefinen por completo por nuestra comprensión y experiencias. Somos más bondadosas, misericordiosas, perdonadoras y compasivas con aquellos que están sufriendo cuando conocemos la lucha que están experimentando de manera personal.
Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren. 2 Corintios 1:3-4 (NVI)
El escenario anterior es mucho más fácil de identificar para aquellas que realmente han experimentado la misma situación, pero eso no significa que otras no puedan ser compasivas cuando ven a esta madre luchando durante su día. Todas hemos luchado de diferentes maneras y sabemos el alivio que sentimos cuando recibimos consuelo de los demás. Más importante, conocemos la bendición de recibir consuelo de un Dios misericordioso en todos nuestros problemas.
Cuando ves que otros tienen un día difícil o se enfrentan a una situación que crees que debería manejarse de otra manera, ¿cómo responde? ¿Estás dispuesto a ofrecer esa palabra de aliento o una sonrisa de consuelo en lugar de juzgar lo que solo tus ojos pueden ver?
¿Cómo podemos animarnos unos a otros a permanecer amables y compasivos con los demás en nuestra vida diaria?
En fin, vivan en armonía los unos con los otros; compartan penas y alegrías, practiquen el amor fraternal, sean compasivos y humildes.
1 Pedro 3:8 (NVI)