Mi color favorito es el rojo. Los que me conocen bien saben que evito y detesto el rosado. Puede que mi mamá me puso demasiada ropa rosada como niña o quizás porque veo al rosado como un color que quisiera ser rojo, pero no llega. No importa la razón que sea, no me gusta el rosado para nada. Pero el domingo de la Pascua del 2014, aprecié la manera en que Dios me mostró un rosado bien bonito.
Esa mañana, me uní con dos otras familias en Brighton, Colorado, para un servicio de adoración al amanecer. Nos reunimos en el terreno de un amigo un poco fuera de la ciudad. Me costó levantarme tan temprano y la lluvia de la noche anterior hizo que la mañana fue bien fresca, hasta fría, pero valió la pena.
Oramos, cantamos canciones en adoración, leímos de la Biblia, y nos recordamos de la bella esperanza de la resurrección—una esperanza que no tenemos que esperar a celebrar sólo una vez al año, sino todos los días.
Amaneció el sol en el este y cambió el cielo de rojos y amarillos a un cielo azul, un día clarito con el cielo lleno del sol que ya nos empezó a calentar. Cuando el sol salió lo suficiente para que su luz besara las montañas tapadas con nieve en el oeste, me paré maravillada de la belleza. Las montañas estuvieron brillando de rosado.
Puse al lado mi odio al rosado por un momento para poder apreciar el esplendor del rosado bonito que Dios había utilizado para pintar las montañas.
Les pido perdón por no tratar de sacar una foto. Creo que una foto no hubiera alcanzado la belleza que vi en ese momento. Sin embargo, te animo a dejar que Dios te transforme la perspectiva—a ver de nuevo la manera en que Dios pinta las cosas que evitas o detestas.