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Escrito por Jennifer Percell, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Missouri
Cuando leo la historia de Jairo, siempre siento una sacudida del pánico que este hombre debe haber sentido cuando cayó de rodillas a los pies de Jesús. Su hijita se estaba muriendo. Pero Jairo tuvo que observar cómo una multitud se interponía entre él y su única esperanza. Debe haber sentido una ansiedad terrible cuando el Salvador se detuvo para hablar con la mujer que había tocado Su manto. Cuando Jesús le dijo a la mujer que se fuera en paz, Jairo debe haberse preguntado si tenía alguna esperanza de paz. Y luego llegó la noticia que un padre no puede soportar. Su pequeña niña se había ido. Le dijeron que dejara de molestar al Maestro. El dolor aplastante apenas tuvo tiempo de aparecer antes de que Jesús ofreciera una nueva esperanza. La montaña rusa de emociones terminó con una familia reunida y la muerte se detuvo en seco. Una escena que sólo Dios puede orquestar, una resurrección.
No he sufrido la muerte de un niño, pero he suplicado a Jesús que salve a mis hijos de la muerte espiritual. Hubo un tiempo en que mis temores por ellos me dejaron en pánico al igual que a Jairo. Hace unos años, entré en una temporada muy oscura. Una de mis más queridas amigas, mi fiel y amable suegra, estaba llegando al final de su vida. Tuvimos el privilegio de tenerla viviendo con nosotros en su última enfermedad, pero el dolor de verla desvanecerse nos agobiaba.
Un día que estábamos en el hospital viendo impotentes que el cáncer se robara a nuestro ser querido, decidí irme a casa a darme una ducha. En el camino hablé con un querido amigo que acababa de perder a su hermano en un crimen terrible. Sentí que mi corazón no aguantaba ni un gramo más de dolor. Cuando llegué a nuestra casa y recogí el correo, había una carta de nuestra hija. Esta carta confirmó mis peores temores de que esta preciosa hija se había alejado de su fe.
Comenzando ese horrible día, caí en lo que ahora describo como una parálisis de mi corazón. Sabía que mi propósito número uno era criar a mis hijos con una fe fuerte y había fallado en todo lo que realmente importaba.
Entonces, justo cuando mi suegra entraba en las últimas semanas de su vida, se produjo otra tragedia. Mi preciosa hermana mayor, confidente y mejor amiga sufrió una demencia severa y no pudo vivir en su casa. Dependía de mí tomar decisiones muy difíciles con respecto a su cuidado. Mi pena se hizo más profunda. Mi fe no vaciló, pero me identifiqué mucho con Jesús, el Varón de dolores.
En el punto más bajo de esta temporada de desesperación, yo misma me enfermé. Fue necesario tomar una licencia médica de uno de los pocos trabajos que aún funcionaba durante el cierre por COVID. Amaba mis días cocinando para los ancianos en un hogar de ancianos y ahora tenía que abandonarlos en su soledad de encierro.
Mis lágrimas parecían ser la única constante en mi vida y, como Jairo, sentí que Dios se había vuelto para ayudar a alguien más a pesar de mis constantes oraciones para que Él interviniera en todas estas crisis. Empecé a sentir que la alegría y la risa eran inapropiadas, que hasta que mi hija regresara al Señor y mis seres queridos tuvieran alivio, yo no tenía derecho a ser feliz.
Jesús le dijo a Jairo que no tuviera miedo, que creyera y su niña sería sana. Lentamente, suavemente, Jesús encontró maneras de decirme que no tuviera miedo. En algún lugar en medio de mis oraciones frenéticas y la oscuridad que las acompañaba, llegué al final. El final de ensayar inútilmente conversaciones una y otra vez en mi mente para ver qué había dicho mal o podía arreglar. El final de ofrecer a Dios planes, ideas y sugerencias de cómo cambiar estas situaciones sin esperanza. El final, supongo, de mí: yo tratando de cambiar todas las cosas sobre las que no tenía absolutamente ningún control. Cuando le dijeron a Jairo que su hija había muerto, debió haber sentido que era el final, el final de cualquier solución que pudiera ver para su gran necesidad.
Y en ese final, Dios comienza. Cuando todas nuestras soluciones se han ido, todos nuestros arreglos se han roto y no queda nada, finalmente estamos listas para Dios. Los dolientes en la casa de Jairo habían aceptado el final. Se reían de la idea de que Jesús pudiera cambiar la muerte. Jesús, sin embargo, como siempre, tuvo la última palabra. La Biblia nos dice que Él tomó a la niña de la mano, su espíritu volvió y ella se puso de pie.
Cuando sentí que había llegado a mi final, Dios pudo comenzar a razonar conmigo. Hubo días en los que realmente entendí que no estaba sola. Vi que pedirle a Dios que sanara la fe de mi hija y cuidara de mi salud, de mi hermana y de mi dolor por mi suegra, me exigía entender que Él escuchaba mis llantos. Empecé a ver mis oraciones como el acto de entregar todo el paquete de cargas a Dios y caminar junto a Él, libre del peso que no podía llevar. Cada paso que daba cuando dejaba que Jesús llevara el dolor, se hacía más ligero, hasta que un día me di cuenta que podía reír. Podía caminar al lado de Jesús y sentir alegría.
Así como Jairo caminó de regreso a la casa con Jesús, sin saber que su hija viviría de nuevo, todavía camino con tantas incógnitas. Mi hija todavía vive sin Dios, mi suegra ya no está aquí con nosotros, mi hermana está fuera de mi alcance en su mente rota y mi enfermedad no está resuelta. Pero como la niña resucitada por Jesús, mi espíritu ha vuelto.
Aprendí que puedo caminar con profunda tristeza y profunda alegría de la mano. Mi corazón puede contener la angustia de la tierra y la paz del cielo mientras Jesús camina conmigo hacia las resoluciones por las que he orado. Alguien ha dicho, en Jesús, una temporada de espera no necesita ser una temporada desperdiciada. La fe nos da una esperanza constante de curación, paz y resurrección de las almas perdidas.
Así que hermana, levántate, lávate la cara y vive, porque el Gran Médico, Jesús Resucitado, está en camino para levantar tu corazón y darte alegría.
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Escrito por Débora Amaro, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Campo Grande, Brasil.
Son muchos los relatos sobre Jesús en que Su divinidad es manifiesta con gran poder, y creo que resucitar personas es la más grande de estas demostraciones. Tenemos algunos relatos bíblicos, como el del hijo de la viuda de Nain (Lucas 7:11-17), Lázaro (Juan 11) y la hija de Jairo (Mateo 9).
Pero por el momento, nos vamos a enfocar en la hija de Jairo. No conocemos su nombre, ni su edad, tampoco su apariencia. La única información que nos es dada es la de su decendencia: hija de Jairo. Vamos a observar toda la historia:
‘‘Mientras él les decía esto, un dirigente judío llegó, se arrodilló delante de él y le dijo: Mi hija acaba de morir. Pero ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá. Jesús se levantó y fue con él, acompañado de sus discípulos.
[…]
Cuando Jesús entró en la casa del dirigente y vio a los flautistas y el alboroto de la gente, les dijo: Váyanse. La niña no está muerta, sino dormida. Entonces empezaron a burlarse de él. Pero cuando se les hizo salir, entró él, tomó de la mano a la niña, y esta se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella región.” (Mt. 9:18-19, 23-26, NVI)
Esta compleja historia demuestra la compasión de Jesús por las mujeres y niños, los cuales, en la mayor parte de las veces eran menospreciados en la sociedad judea del primer siglo.
Sabemos que Jesús tiene poder para resucitar a los muertos. Él mismo fue resucitado luego de su crucifixión y hoy vive al lado derecho del Padre. Pero, una cosa es saberlo, leerlo y oírlo hablar, y otra cosa es realmente experimentar de ese poder.
Ahí es donde está el misterio: ¡no somos la hija de Jairo, pero también estábamos muertas y también fuimos resucitadas!
Mira qué tan bella es la realidad de lo que Cristo ha hecho por nosotras, en las palabras del mismo apóstol Pablo:
‘‘En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de Dios. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han sido salvados! Y en unión con Cristo Jesús, Dios nos resucitó y nos hizo sentar con él en las regiones celestiales, para mostrar en los tiempos venideros la incomparable riqueza de su gracia, que por su bondad derramó sobre nosotros en Cristo Jesús.” (Ef. 2:1-7, NVI)
Como la hija de Jairo, no poseíamos (por lo menos en el relato bíblico) nombre ni identidad.
Así como Jairo intercedió a Dios en favor de su hija, Jesús intercedió a Dios en nuestro favor.
Así como muchos dudaron del poder de Dios en aquel tiempo, muchos dudan en los tiempos actuales sobre el poder de Dios para transformar vidas. Así como Jesús sabía que había esperanza para la hija de Jairo, porque Él es poderoso para traer VIDA, así Él sabía que había esperanza también para nosotras a través de Su sacrificio.
Cuando Jesús dijo que no había razón para llanto, se rieron de Él. Los que dudan del poder de Dios, pueden reírse de nuestra fe, pero no pueden argumentar en contra de un milagro: ¡una vida renovada es un milagro!
La historia de la hija de Jairo también habla sobre nosotras: ¡Cristo tiene el poder para resucitar! ¡Es increíble saber que el mismo poder que resucitó a Jesús actúa en nosotras hoy!
‘‘(...) Y cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales…’’ (Ef. 1:19-20, NVI)
¿Hay algo que nuestro Dios no puede hacer? El más grande milagro que Él ha realizado, darnos nueva vida.
Dios nos bendiga.