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Escrito por Johanna Zabala, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Ecuador
Cuando observamos cada descendencia y relacionamos los orígenes, es posible encontrar hechos muy bien anticipados por nuestro Creador y Padre Celestial en su máxima creación, siendo nosotras parte importante de ella. Todo personaje bíblico enseña propósitos santos de nuestro Dios. Así mismo, cada ser sobre la faz de la tierra es diseñado para toda buena obra y para el servicio de Él.
Estudiamos sobre Moisés en el Antiguo Testamento a partir de Éxodo capítulo 2 que menciona su nacimiento. Reseño que fue un hombre de Dios de origen hebreo, hermano de Miriam y Aarón, ambos mayores que él. Su nacimiento se produjo cuando un faraón egipcio estableció asesinar a todo niño hebreo. Definitivamente con gran propósito santo, fue escondido durante varios meses y colocado en una cesta en el río Nilo por su madre para ser salvo, encontrado por la hija del Faraón, quien lo crio como hijo de Faraón.
En medio de una vida tranquila, Moisés al ver el trabajo insensible hacia los esclavos hebreos, mató a un brutal vigilante egipcio que maltrataba a uno de ellos. Teniendo que huir de allí por muchos años, llegó hasta Madián durante cuarenta años. Se casó con Séfora y procrearon un hijo a quien llamaron Gersón.
Moisés es llamado por Dios mediante una zarza ardiente, bajo la misión de volver a Egipto y libertar al pueblo hebreo de la esclavitud. Regresando a Egipto, el pueblo israelita comenzó a confiar en él como el enviado de Dios. Su mayor reto o dificultad fue convencer al faraón de que dejara marchar a los esclavos mediante las diez plagas. Pero, el faraón de duro corazón cambió de opinión en cuanto Moisés y el pueblo hebreo huyó. Dios separó el Mar Rojo, permitiendo que los hebreos pasaran y los egipcios fueran sepultados dentro del mar.
En los libros de Éxodo y Deuteronomio, Dios delega a Moisés los diez mandamientos en el Monte Sinaí para el pueblo de Israel. En medio de grandes controversias, luchas, desobediencia, idolatría, cansancio para servir al Señor y sumergido además bajo oposición en el desierto, se dice que no entró tampoco en la tierra prometida (Deut. 1:34-46).
Como Moisés, desde mi corazón también, les relataré que soy una hija de Dios. Nacida en Venezuela, de un hombre alto y apasionado, de nombre Juan, y de una mujer de hermoso aspecto y con gran carácter, llamada Marta. De ellos, tengo seis hermanos, dos mayores que yo y cuatro menores. Crecí al cuidado de mi abuela materna. Me formé en medio de grandes oportunidades y al mismo tiempo con algunas limitaciones económicas, experiencia posiblemente parecida a la tuya; sin embargo, siempre Dios proveyó.
Al llegar la temible adolescencia hubo necesidades emocionales, pero Dios me siguió protegiendo. A la edad de veintiún años, Dios me regaló a mi preciosa primera hija, a quien llamé Crismarie Alemar, al unir lo importante de mi vida por Cristo, María, Alejandro y Marta.
A los veintidós años me llamó Cristo Jesús para conocerle y formar parte de él. Naciendo de nuevo en agua y Espíritu a los veintitrés años de edad, como lo vemos en Juan 3:1-21. Mi vida se fue ordenando y continuaba aprendiendo.
A los veintinueve años me casé con mi valiente esposo Jahan Rangel. Ambos hemos caminado bajo la dirección del Señor. A la edad de treinta y tres años hubo otro regalo, nuestro guapo segundo hijo de nombre Cristian Abdías.
Pasados diez años en esclavitud social, pruebas y retos en nuestro país amado Venezuela, Dios utilizó a nuestra hija para venir a Ecuador a seguir aprendiendo. Tiempo de oportunidades y de retos no tanto a nivel económico, sino siempre a nivel espiritual.
El Señor nos continúa llamando a llevar el evangelio en esta ciudad de diferente cultura y donde, como en todo lugar, existe la resistencia de conocer lo grande de la salvación del alma y de la bendición de la vida eterna. Fácil no lo es; pero imposible tampoco (Lc. 1:37).
Entre desafíos y dificultades encontrados acá, está el poder lograr lo que nos dice Gálatas 6:10; es decir, ayudarnos mutuamente como hermanos, a pesar de la desconfianza o xenofobia (rechazo a los extranjeros) entre algunos hermanos más débiles en la fe. Esto nos indujo a la decisión y a la necesidad de regresar a nuestro país de origen, y como con Moisés. Hoy Romanos 8:28 nos enseña que todo sirve para bien.
Volver a nuestro país, es volver a Egipto a seguir liberando almas para Cristo y animando a los hermanos a permanecer en la unidad de la fe, en medio de las tribulaciones, las dudas y la escasez.
Recordar los diez mandamientos dados en el tiempo de Moisés y en nuestros diez en uno y el principal, visto en Marcos 12:30 y 31, nos impulsa a la dependencia plena en Dios con todo nuestro ser, alma, fuerzas y corazón, y para amar a los demás como nos amamos a nosotras mismas.
Así mismo, es de recomenzar cada día en el gozo de la salvación y en la oración (1 Tes. 5:16 -18) activando al Espíritu Santo del Padre para valorar en cada instante el gran sacrificio de Jesús al amarnos tanto.
Hermana, sin miedo, es tiempo de fortalecer la fe y de reflejar la paz que viene de Él. No olvidemos Gálatas 2:20. Juntas luchemos por entrar y amar la promesa de la vida eterna. ¿Estamos animadas y fortalecidas hacia la eternidad y en hacer la Voluntad de Dios? Amén.
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Soledad
- Escrito por Kara Benson, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
“Luego Dios el Señor dijo: "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada", (Gen. 2:18). Nosotras no fuimos hechas para estar solas. Desde el principio de la creación, Dios se propuso que las personas tuvieran compañerismo. Como observó el poeta John Donne, “Ningún hombre es una isla”. En lugar de tener la intención de que vivamos aislados, Dios nos diseñó para vivir en comunidad.
“Padre de los huérfanos y defensor de las viudas es Dios en su morada santa. Dios da un hogar a los desamparados…” (Sal. 68:5-6a). De hecho, lo ha hecho. Él nos ha puesto en una familia de compañeros cristianos. No tenemos que pasar por la vida sintiéndonos solas porque se nos ha dado hermanos, hermanas, madres e hijos en Cristo (Mc. 10:29-31).
Sin embargo, hay muchos que pueden estar luchando contra la soledad. ¿Quiénes podrían ser?
- Un residente de edad avanzada que vive en un hogar de ancianos o una comunidad de jubilados
- Una madre en casa con sus hijos
- Un adulto joven que llega a casa del trabajo todos los días a un apartamento vacío
- Alguien que no tiene familiares viviendo cerca
- Una pareja que acaba de mudarse al área y aún no conoce a nadie en la congregación
¿Cómo podemos ayudarles?
- Visita a los ancianos y simplemente pasa un rato a su lado.
- Invita a alguien a celebrar Acción de Gracias o Navidad con tu familia.
- Organiza una fiesta de inauguración de la casa de la joven soltera que acaba de comprar su primera casa.
- Llama a alguien que está confinado en su casa y escucha sus historias.
Consulta a una ama de casa y pregunta si puedes reunirte con ella para tomar un café, o mejor aún, si puedes llevarle café a su casa y visitarla por un rato.
Planifica una oportunidad de compañerismo de fin de semana para que las familias jóvenes se reúnan y conozcan a la nueva familia en la congregación.
Hermanas, compartiré con ustedes mi experiencia personal de soledad. Durante nuestro segundo año de matrimonio, estaba trabajando desde casa en la edición de un libro de trabajo de estudio bíblico en español. Aparte de mi esposo y los estudiantes a los que enseñaba español semanalmente, solo veía gente los domingos por la mañana, los miércoles por la noche y cuando iba al supermercado. Las horas que pasé en silencio, sola, parecían interminables.
Entonces llegó la pandemia.
Afortunadamente, una congregación en otro pueblo continuó reuniéndose. Manejamos y nos reuníamos con ellos en el estacionamiento los domingos. Ese era el punto culminante de mi semana: ver sus rostros y saludarles a través de las ventanas. Ver Hebreos 10:25 en vivo fue muy alentador para mí. Hay una razón por la que Dios inspiró al autor a escribir ese mandamiento de no dejar de congregarnos: es tanto por el bien de nosotros mismos como por el bien de los demás. A pesar de que cantábamos en nuestros autos y escuchábamos el sermón transmitido por la radio, pudimos encontrar una manera de reunirnos y adorar verdaderamente juntos.
Pertenecemos las unas a las otras. Pablo escribe, “ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2:19). Como miembros de la familia de Dios en Cristo, “siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada miembro está unido a todos los demás” (Rom. 12:5).
¿Alguien te ha ayudado a sentir que perteneces? Durante mi temporada de lucha, una madre de nuestra congregación me invitó a desayunar con ella y uno de sus hijos pequeños, y luego a acompañarlos en su salida de compras. Si bien ir de compras puede parecer mundano, puede convertirse en una oportunidad para el ministerio. Su invitación me dio la bienvenida a ir junto a ella y me recordó que no estaba sola. Lo que hicimos juntos fue irrelevante; yo estaba agradecida por haber sido incluida en sus vidas. Ella me hizo sentir que pertenecía, y espero que su simple acción te inspire a hacer lo mismo por otra hermana.
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