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Escrito por Corina Diaz, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Buenos Aires, Argentina.
Un par de semanas atrás me encontraba en un momento de profunda oscuridad y dolor. En una de mis largas noches, eché un vistazo a un par de cartas que mi hermano menor me había escrito y que suelo releer cuando me siento desanimada. Me topé con el siguiente versículo: 1 Juan 2:10, “El que ama a su hermano permanece en la luz, y no hay nada en su vida que lo haga tropezar.”
Aunque había leído esta carta y este versículo muchas veces, me surgieron algunas preguntas:
¿Qué es realmente andar en la luz? ¿Permito que la luz esté enfocada en mí?
La luz es una forma de energía que solemos percibir desde y a través de un foco, es penetrante y espaciosa. Cuando veo la luz, veo también el espacio, observo los tropiezos del camino y permito a su vez que otros también puedan verme en el camino.
Pensé entonces en el juego de palabras: el que ama - permanece en luz, ¿Cuál viene primero? ¿Amar o irme hacia la luz? Quizás hemos tratado de amar primero antes de acercarnos a la luz. Quizá irme hacia la luz es el primer paso para mostrarme a otros y permitirme ser amada mientras amo; o, por el contrario, cuando amo estoy lista para mostrarme tal y como soy. Pero, ¿cómo puedo amar a los demás si primero debo ser amada para amar bien? Ante mi disyuntiva avancé unas hojas en mi Biblia y en Primera de Juan 4:19 encontré la respuesta, ¡Dios nos amó primero!
El amor nos da claridad, y nos conduce a mostrar la luz sobre aquellos que se van quedando en el camino, para traerlos hacia nosotros y animarnos juntos. Entonces nuestros tropiezos se hacen ligeros, y si alguien viene a mi lado con su lámpara para alumbrarme, una cosa es necesaria: Debo dar el acceso a otros en la tarea de verme tal y como soy, es el riesgo de la luz; mostrar mis imperfecciones, mis intentos fallidos, mis lágrimas y mis dificultades.
Amar es consentir que mis compañeros de camino acerquen sus lámparas para verificar cómo me trata el camino y ayudarme a seguir avanzando.
Puedo ver la luz de Cristo en quienes me rodean y se toman la tarea de afilarme, de soportarme y de animarme aun cuando no estoy lista para continuar. Gloria a Dios por todas las espinas del camino, y por las luces que se acercan a nosotros a través de Su amor infinito.
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“Si primero no lo logras, vuelve a intentar.” No me acuerdo cuándo ni dónde primero escuché esa frase, pero sé que era muy joven.
Pero ¿cuál es la diferencia entre el éxito y el fracaso? ¿Será que el fracaso es sólo un paso hacia el camino de hacer las cosas mejor la segunda vez?
Un bebé no corre un maratón inmediatamente después de salir del vientre de su madre. Ella se cae una y otra vez al aprender a caminar y luego a correr. Un empresario no crea un negocio exitoso sin antes cometer algunos errores de novato.
Fracasamos mucho en el transcurso de la vida. No vamos a hacer todo perfectamente.
Y estos fracasos se pueden sentir como espinas que quisiéramos eliminar. Nos enfocamos en los aspectos negativos de los fracasos en vez de reconocer su valor para traer crecimiento en nuestro andar con Dios.
No estoy hablando de fracasos como los pecados continuos del cual debemos arrepentirnos y permitir la transformación de Dios para eliminarlos de nuestras vidas.
Al contrario, el fracaso es un error que cometemos por el camino. Estábamos caminando en la luz, pero nos tropezamos. Nuestro mejor esfuerzo no dio la talla. Lo hubiéramos hecho mejor si sólo…
Pero las espinas de fracaso pueden ser una bendición. Tal como las espinas protegen a la rosa y son una parte de su proceso de crecimiento, las espinas bendecidas de fracaso nos pueden proteger del orgullo y otros pecados que nos atrapan.
Te invito a considerar cuatro bendiciones de las espinas del fracaso:
1. El fracaso nos da compasión.
¿Sabes qué? ¡Nadie hace todo perfecto! Todos tenemos diferentes dones, talentos, intereses, y pasiones. Está bien no dar la talla con todo. Valoramos las contribuciones de otros cuando reconocemos sus fortalezas y nuestras debilidades. Más fácilmente perdonamos a otros cuando recordamos todo de lo que hemos sido perdonados (Mt. 18).
2. El fracaso nos enseña.
Alfred pregunta al maestro Bruce, también conocido como Batman, “¿por qué nos caemos?” La respuesta: “Para aprender a levantarnos nuevamente.”
Onésimo experimentó eso cuando Pablo le recomendó a su dueño original después de haber sido inútil para ellos anteriormente (Filemón). Onésimo había aprendido de sus errores y creció, como persona, siervo y cristiano.
3. El fracaso es un solo capítulo, no todo el libro de la vida.
“No se debe juzgar el libro de la vida de alguien por el capítulo por el que entraste.”
Dios es un Dios de perdón y redención. No nos trata como merecemos según nuestros pecados. Y no nos ve por la lente de nuestros fracasos, sino por la sangre redentor de Su Hijo. Nuestra identidad ya no es la de un pecador sino la de hijos redimidos del Padre. Sí, Pedro traicionó a Jesús, pero no fue lo que le definió porque…
4. Dios es mayor que cualquier fracaso.
El libro de Génesis (o quizás toda la Biblia) se puede subtitular “Dios se especializa en trabajar por los fracasos.” Él es más glorificado por nuestras fallas e incapacidades. Anhela que le pidamos ayuda en nuestras debilidades, porque es Su fuerza en la que dependemos (2 Cor. 12:9).
Te animo a tomar un momento para dar gracias a Dios por las bendiciones de las espinas del fracaso. Y también a tomar un momento para compartir en los Elementos Comunes con una hermana en Cristo, una Hermana Rosa de Hierro. Si el fracaso que quieres eliminar sí es un pecado, no permitas que te defina. Dios es el Dios de segundas oportunidades… pregúntale a Pablo, ¿cierto?