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Escrito por Corina Diaz, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Argentina
Son pocos los datos que tenemos acerca de Betsabé, más que su belleza, su estado civil y que llegó a ser la madre de Salomón:
“Una tarde, al levantarse David de la cama, comenzó a pasearse por la azotea del palacio, y desde allí vio a una mujer que se estaba bañando. La mujer era sumamente hermosa” (2 Sam. 11:2)
“Cuando Betsabé se enteró de que Urías, su esposo, había muerto, hizo duelo por él.” (2 Sam. 11:26)
Si no conoces esta historia, anímate a leerla completa en 2 Samuel capítulo 11 y 12, pero quiero que reconozcas estos dos puntos:
- Betsabé siempre halló gracia antes los ojos del Rey David.
- Aunque su destino no era el que había soñado, Dios la coronó como la madre del Rey Salomón.
Para llegar a ser la madre de Salomón, Betsabé tuvo que sufrir dos duelos, el de Urías y el de su hijo. En menos de un año perdió su esposo y un hijo, en medio de una guerra. Sin embargo, no tenía ni la más mínima idea del propósito de Dios en su vida. Al final de sus tiempos se sentó a la diestra del rey.
1 Reyes 2:19, “Y vino Betsabé al rey Salomón para hablarle por Adonías. Y el rey se levantó a recibirla, y se inclinó a ella, y volvió a sentarse en su trono, e hizo poner una silla a la madre del rey, la cual se sentó a su diestra.”
¿Te ha pasado que cuando estás en tu momento más difícil no puedes ni imaginar lo que Dios tiene para ti?
¿Cuántas veces te ha pasado que el propósito de Dios fue más de lo que podías imaginar?
No puedo contar la cantidad de veces que esta historia se ha repetido en mi vida como un ciclo constante, cuando veo la oscuridad: ¡Dios me ha preparado un sol brillante para renacer bajo Su gracia!
“Pero él me ha dicho: «Con mi gracia tienes más que suficiente, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por eso, con mucho gusto habré de jactarme en mis debilidades, para que el poder de Cristo repose en mí.” (2 Co. 12:9)
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Escrito por Kat Bittner, Miembro de la junta directiva y voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Colorado
A veces reflexiono sobre mi camino hacia la redención. Criada en un hogar cristiano estricto pero amoroso, mis padres hicieron bien en inculcarme una creencia inquebrantable en Dios. Nunca he cuestionado Su existencia o cómo llegó a existir este mundo. Nunca he debatido la autoridad o majestad de Dios. Crecí sin ninguna duda sobre quién es Jesús y la necesidad de Él. Con una educación bíblica como la mía, uno pensaría que mi fe sana y segura sufriría poco a consecuencia del pecado. Una base fuerte y sólida asegura una estructura irrompible. ¡Eso no podría estar más equivocado! Si bien una base firme aumenta la probabilidad de que una estructura permanezca intacta, no hay garantía de que no sea vulnerable en algún momento. Especialmente cuando esa base firme no es tan sólida como parece.
Verás, mi base "firme" se convirtió en una muleta. Di por sentado que las cosas que sabía que eran ciertas serían mi fortaleza. Realmente no apreciaba mi fe. Permití que el pecado entrara en mi vida sin trabas e incesantemente. Hubo una temporada en la que incursioné en casi todo lo que podría considerarse irredimible. Yo estaba acostumbrada a lenguaje obsceno, inmoralidad sexual, consumo de alcohol siendo menor de edad, glotonería, fumar, drogas, deshonra y falta de respeto al nombre de Dios. ¡Uf! Esa es solamente la lista corta. Era completamente indiferente a todos mis pecados y malas acciones. Las elecciones que hice fueron egoístas y totalmente satisfactorias. Los placeres pasajeros eran más importantes que la fe subyugada que creía vivir (Heb. 11:25). Después de un tiempo, comencé a sentirme cómoda en mi rebelión constante, aunque no revelada. Y después de años de vivir egoístamente, pensé que Dios nunca estaría complacido o satisfecho conmigo. Él nunca me perdonaría. Como una afirmadora de siempre en Él y quien eligió alejarse de Dios por un tiempo, estaba convencida de que era irredimible. Yo era como un campo lleno de espinos y cardos. ¡Inútil! Todo lo que le queda al agricultor por hacer es quemarlo y destruirlo (Heb. 6:8). En la fatalidad inevitable de mi alma y la desesperación oculta que sentí debido a esa creencia, llegué a comprender a través de un maravilloso mentor espiritual que ningún pecado en ningún momento y en ninguna cantidad, del que se está arrepentido, jamás es no perdonado. Y siempre soy redimida por la sangre de Jesús.
“Redención ha enviado a su pueblo; Para siempre ha ordenado su pacto…” (Sal. 111:9, RVR1960)
Dios perdona inequívocamente. Es sin condición ni excepción si estamos verdaderamente arrepentidas. Y somos redimidas por la sangre de Cristo de la misma manera. Somos redimidas por la sangre del Cordero que se sacrificó inmerecida e inequívocamente. Jesús hizo esto “…entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:12, NVI) y nosotras que elegimos seguir a Cristo somos redimidas para siempre. Para estar cerca de Dios y salvarnos de las consecuencias de nuestro pecado, era necesario un sacrificio de sangre. Por eso Jesús murió por nosotras. Ninguna forma de pecado puede deshacer lo que Jesús hizo por nosotras si nos mantenemos fieles a Dios. Ya no podemos ser redimidas simplemente considerando nuestra naturaleza pecaminosa porque si la redención fuera temporal o provisional, haría en vano el sacrificio de Jesús.
“Mi antiguo yo ha sido crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Así que vivo en este cuerpo terrenal confiando en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí. Yo no tomo la gracia de Dios como algo sin sentido. Pues, si cumplir la ley pudiera hacernos justos ante Dios, entonces no habría sido necesario que Cristo muriera.” (Gal. 2:20-21, NTV)
Sé que el sacrificio de Jesús no fue en vano. Sé que todos mis pecados del pasado son perdonados. Y sé que mi pecado ahora nunca queda sin perdón ni es recordado mientras continúe caminando en la luz de Jesús. Hago mi mejor esfuerzo para vivir diariamente en aceptación de la gracia de Dios. Trato de ser un testimonio de la redención hecha en mi favor por Jesús. Sé que estoy redimida para siempre. ¿Cómo te mostrarás redimida para siempre?
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