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Escrito por Elina Vath, asistente virtual para el Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Ohio
Cada semana a través de ciudades, regiones, países y hemisferios, conmemoramos juntos la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, a través de la Cena del Señor. La redención y la salvación a través de Jesús fueron predichas en el jardín de Edén, cumplidas en Jerusalén, y continuarán hasta que Él vuelva.
Antes de Su muerte, Jesús entró en Jerusalén como Rey, tal como el profeta Zacarías dijo que lo haría. Y aunque fue la última semana de la vida humana de Jesús, no recibió ningún alivio de aquellos que estaban decididos a verlo fracasar. Una y otra vez, Jesús miró directamente a los corazones de los maestros de la ley y aniquiló por completo sus argumentos. En un solo día, Jesús envió a casa a los fariseos, herodianos y saduceos con el rabo entre las piernas.
El capítulo 22 del relato de Mateo sobre la vida de Jesús nos dice que los saduceos intentaron atraparlo con una pregunta destinada a refutar la resurrección. Jesús sabía exactamente cuál era la intrigante intención detrás de la pregunta de los saduceos: un débil intento de mostrar su ignorancia de las enseñanzas de Moisés, como si Jesús mismo no hubiera estado allí cuando Moisés flotaba en una canasta en el Nilo, cuando asesinó al egipcio, cuando conoció a su esposa, cuando se quitó las sandalias, cuando extendió los brazos sobre el Mar Rojo y cuando respiró por última vez.
Me imagino que Jesús sacudió la cabeza, respiró profundamente, y luego efectivamente destruyó la “trampa” de los saduceos con estas palabras: “Ustedes andan equivocados porque desconocen las Escrituras y el poder de Dios” (Mt. 22:29). No dio ninguna señal de intimidación o duda. De hecho, Jesús habló con autoridad. “Ustedes andan EQUIVOCADOS”, les dijo a los judíos más ricos y poderosos de ese tiempo. Pero Jesús no paró ahí. Les dijo además a los saduceos que no parecía que hubieran hecho su tarea, y así detuvo la conversación por completo.
Pero, en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído lo que Dios les dijo a ustedes: “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”? Él no es Dios de muertos, sino de vivos. (Mt. 22:31-32)
Pues, Jesús conocía a Moisés personalmente. Y cuando Dios le dijo a Moisés en el libro de Éxodo, “Yo soy el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob”, Jesús vio a Moisés cubrirse el rostro al mero poder de esas palabras. Mateo nos dice que el poder que demostró Jesús al decir estas mismas palabras tuvo el mismo impacto sobre los saduceos y todos los que observaban. Todos quedaron asombrados.
Todo sobre Dios está vivo. Sus palabras están vivas, Su Espíritu está vivo, Su Hijo está vivo. Su reino está vivo. Nosotros formamos parte de este reino vivo. Abraham, quién miró las estrellas en el cielo cuando Dios le hizo una promesa, está vivo. Isaac, el que Dios usó para iniciar Su cumplimiento de la promesa hecha a Abraham, está vivo. Jacob, antepasado de Moisés a quien Dios usó para preservar la línea sanguínea de Jesús, está vivo. Todos aquellos que han vivido antes de nosotros, están vivos. Generación tras generación, aquí estamos nosotros, miles de años después, seguidores del Dios de (los vivientes) Abraham, Isaac, y Jacob.
Gracias a Jesús, quien es Vida, tú y yo podemos ser contadas como estrellas en el cielo. Generaciones tras generaciones de la gente de Dios, viviremos hasta después que mueran nuestros cuerpos.
Regocijémonos juntas en la historia de nuestra familia en la fe, y porque nuestros nombres están escritos en el cielo, parte de la promesa que se continúa cumpliendo.
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Escrito por Johanna Zabala, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Ecuador
El hermoso pasaje bíblico citado en Gálatas 6:2 me anima a continuar accionando la misión cristiana de sobrellevar las cargas que puedan tener mis hermanas en Cristo, familia y demás personas de mi entorno relacional. Particularmente, y en el amor de Cristo, lo anterior es una exhortación de obediencia, vínculo, comunicación y confraternidad entre cada una.
Cuando digo “cargas” me refiero a las diversas dificultades y adversidades que como seres humanos y seguidoras de Cristo nos vamos a encontrar durante cada etapa de la vida, tanto física como espiritual.
Con el tiempo, podemos darnos cuenta de cargas que comenzaron en nuesto niñez. Nos afirma la gran importancia de una infancia sana. Podemos entender la primera infancia como base de la etapa joven o adulta que en este momento eres. En cada etapa, somos alma, cuerpo y corazón, hechas con amor y propósito existencial.
Al situarnos como alma, tenemos espíritu de vida que no vemos y en lo que poco nos sensibilizamos a cuidar y comprender. Le dedicamos un poco más de cuidado al cuerpo físico o externo. Sin embargo, a los órganos internos le damos mínimo cuidado. También tenemos sentimientos, que fluyen del corazón humano. La palabra de Dios dice que es engañoso, pero del cual mana la vida, como nos lo menciona Proverbios 4:23. A ese corazón igualmente debemos limpiar en concordancia con la lectura de Mateo 5:8.
Estos tres son áreas de la vida que es necesario atender y cuidar equitativamente, en pro de lograr el primer gran mandamiento del Señor Jesús. Ante tal necesidad, el estructurar alma, cuerpo y corazón nos ocasiona ciertas interferencias o dificultades para comprender la armonía plena de cada uno de ellos. Por ende, se necesita de experiencias, aceptación, fortaleza y, sobre todo, de mucha sabiduría y amor para entenderlo.
El sobrellevar las dificultades para lograr dicha armonía, requiere de caminar juntas cada vivencia, cada obstáculo y cada bendición. Y tal proceso lo podemos convertir en oportunidad, más que en carga, para entender el porqué de nuestra forma de ser y de actuar con los semejantes. Por ello, en medio de las relaciones interpersonales, podemos siempre comprender, ver e internalizar en otros nuestras propias debilidades y fortalezas que nos invitan a ser cada vez mejores personas.
Además, el evangelio de Mateo 11:28-30, Jesús enseña que todas vayamos a Su presencia. En Él aprendemos y descansamos. Somos invitadas a llevar el yugo de Cristo y a aprender de Su mansedumbre y humilde corazón. La finalidad de todo es hallar descanso del alma en dependencia plena del Señor. En Jesús observo a diario el entorno y comparto importantes retos y sufrimientos encontrados en el seno familiar y eclesiástico. Son cúmulos de constante crecimiento personal y espiritual.
Al colaborar, intervenir y conocer a cada miembro de la iglesia, se refleja la gran necesidad que tenemos de ayudarnos, edificarnos y amarnos los unos a los otros, como el mismo Jesucristo lo enseñó.
El Señor Jesús nos llama a la salvación, pero también invita a sanar el alma. ¡Sanar! ¿de qué? De una infructuosa manera de vivir enseñada por nuestros padres terrenales, para ser ahora purificada y transformada, como leemos en 1 Pedro 1:18.
Bien hemos leído o escuchado “caras vemos, corazones no sabemos”. De hecho, el profeta Isaías en el capítulo 1 y verso 5, hace énfasis en que “toda cabeza está dolida y todo corazón enfermo”. Esto nos recuerda que, a pesar de haber nacido de nuevo en las aguas del bautismo para vida nueva, existen situaciones que acontecieron y conscientemente todavía no se han sanado.
He encontrado, adultos con heridas significativas desde la niñez y que aun manifiestan importantes vacíos en sus relaciones. Veamos un dato: 89% aproximado de personas con vacíos en sus relaciones fueron abandonados por su progenitor. Por lo tanto, dentro del hogar y la iglesia es urgente ayudar a comprender lo trascendental de perdonar a nuestros padres terrenales por:
- Estar ausentes.
- Ser muy duros en la crianza.
- No tener la autoridad y el acompañamiento, sobre todo en las edades de la infancia.
- Desamor.
- Desatención.
- Inmadurez.
Con gran tristeza, quienes padecen vacíos en las relaciones interpersonales coinciden en la herida que sienten al no haber crecido en un núcleo familiar constituido, ocasionando una dificultad de origen para formar a sus hijos y más aún, para poder comunicarse asertivamente con ellos, la pareja, compañeros, amigos, mamá, papá y sobre todo con el Padre Celestial.
Concluyendo proactivamente, si somos hijas, perdonemos de corazón la inexperiencia y las heridas de papá y de mamá lo más pronto posible, a fin de ser sanas. Y, si tenemos hijos no les lastimemos. Este gran compromiso requiere de oración y de sabiduría constante en el amor de Cristo. Ayudémonos siempre a compartir y perdonar las dificultades.