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Escrito por Bailey Vesperman, Directora Creativa del Ministerio Hermana Rosa de Hierro
Durante mi infancia, mi mundo era blanco y negro. Para ser una “buena” hija, cumplía mis responsabilidades sin quejarme, me comía las verduras y no peleaba con mi hermano. Romper cualquiera de las reglas familiares significaba que me estaba portando mal y no obtendría recompensas, como tiempo extra para jugar o postre. También apliqué este tipo de pensamiento en mi vida de iglesia. Asistir a clases de Biblia y permanecer sentado durante el sermón eran “buenos” comportamientos y la mayoría de las veces eran recompensados con calcomanías (la recompensa más tentadora de mi infancia).
No es de extrañar que durante mucho tiempo mi fe girase en torno a hacer las cosas correctas y ser una buena persona. Creía que si seguía las reglas, se me consideraría lo suficientemente buena y obtendría la recompensa de ir al cielo. ¡Estoy segura de que puedes imaginarte lo desalentadora que era esta mentalidad! Cada vez que pecaba, sentía que estaba un paso más lejos de mi recompensa.
Una y otra vez, la Biblia nos dice y muestra que los humanos son incapaces de lograr la salvación por sí mismos. Uno de mis ejemplos favoritos de esto es Abraham. En Génesis 15, vemos a Abraham (que todavía es Abram en este momento) preparándose para hacer un pacto con Dios. El Señor acaba de prometer que le dará una descendencia que superará en número a las estrellas del cielo y una tierra prometida en la que vivirán.
El Señor respondió: ‘Tráeme una ternera, una cabra y un carnero, todos ellos de tres años, y también una tórtola y un pichón de paloma’. Abram llevó todos estos animales, los partió por la mitad y puso una mitad frente a la otra, pero no partió las aves. (Gn. 15:9-10)
Entonces Abram se queda dormido, el Señor le habla y ve una olla humeante y una antorcha encendida pasar entre los cadáveres.
En la cultura israelita, hacer un pacto con alguien era mucho más importante que simplemente decir "lo prometo". Dos personas que hacían un pacto entre sí cortaban a los animales y se turnaban para caminar sobre la sangre entre los cadáveres. Este era un gesto simbólico que significaba que si una persona no podía cumplir su parte del trato, la otra persona podría realizar el mismo acto con ella (como matarla y caminar a través de su sangre). Aunque es un pensamiento muy violento y sombrío, su mensaje es válido. Este tipo de promesas no se hacían a la ligera.
Sin embargo, cuando Dios hizo el pacto con Abram, vemos algo un poco diferente. Abram nunca camina entre los cadáveres; más bien, pasan por allí una antorcha y una olla humeante. Dios pasa dos veces, asumiendo ambos lados de la promesa. Dios sabía que Abram era incapaz de vivir con la rectitud suficiente para ganarse la recompensa de vivir en la Tierra Prometida. En Génesis 16, vemos a Abram dudando de la promesa de Dios cuando decide tener un hijo con Agar. Si se le hubiera dejado solo, Abram nunca habría sido digno de la recompensa que Dios tenía reservada para él. Sin embargo, Dios, en su infinita gracia, tomó sobre sí la carga del castigo para que Abram y sus descendientes pudieran ser bendecidos.
Este mismo pacto se aplica a nosotros hoy. Como seres humanos, somos incapaces de ganar nuestra salvación siendo “buenos”, pero Dios lo sabe y ha asumido la carga de nuestros pecados al sacrificar a Cristo por nosotros. Todo lo que Él nos pide es que pongamos nuestra fe en Él.
Filipenses 3:9b (NTV) dice:
Ya no me apoyo en mi propia justicia, por medio de obedecer la ley; más bien, llego a ser justo por medio de la fe en Cristo. Pues la forma en que Dios nos hace justos delante de él se basa en la fe.
¿No es un pensamiento reconfortante? Como somos pecadores por naturaleza, no hay nada que podamos hacer para salvarnos. Sin embargo, Dios quiere recompensarnos con gracia y salvación aunque no la merezcamos. Y el único costo es poner nuestra fe en Él.
Ahora, como adulta, todavía me esfuerzo por vivir con rectitud para Dios, pero puedo descansar sabiendo que mis defectos no significan que no recibiré mi recompensa algún día. Cristo ya pagó el precio por mí y por eso me esfuerzo en servirle fielmente. ¡Oro para que todos podamos encontrar descanso en Su bondad a medida que avanzamos hacia este nuevo año!
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Escrito por Ann Thiede, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
“Y [Jesús] decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará”. (Lc. 9:23-24 RV1960)
Era mi segundo año en la universidad cuando todo parecía formar parte de un paquete limpio y ordenado. Buenas notas, parte de un buen grupo de chicas, miembro de la junta directiva del sindicato universitario. Y tenía la libertad de tomar mis propias decisiones. ¿Auto-negación? Ese era un concepto extraño.
“En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres” (Tit. 3:3a NVI) fue una descripción precisa de mi vida egocéntrica en ese momento. El alcohol era mi amigo y yo inducía a otros a beber. Y el abuso del alcohol tenía una mala manera de liberar las inhibiciones. Buscaba desesperadamente aprobación.
En medio de una vida aparentemente buena, Dios interrumpió y puso mi mundo al revés. Fue una pequeña muestra de lo que pasó al apóstol Pablo cuando Jesús lo derribó de su “alto caballo” con una luz cegadora. (Ver Hechos 9:3-6.) Me derribó en el momento en el que alguien que me importaba me planteó la pregunta de si yo era cristiana o no. Me quedé atónita y molesta, pero también sin respuesta. La tendencia natural podría haber sido ponerme a la defensiva. En lugar de eso, elegí buscar la verdad y comencé a leer seriamente los evangelios y a escuchar a Jesús. Cuando era niña, una semilla de fe había sido plantada en mi corazón esperando este momento.
¡Sus palabras me sorprendieron y atrajeron! Cuanto más leía, mayor era mi deseo de dejar de lado las cosas mundanas y de agradarle a Él en lugar de a mí misma. Las maldiciones cesaron. Las bebidas alcohólicas fueron eliminadas. Elegí estar en control de mi mente. “A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los impíos” (Ro. 5:6). ¿Cómo podía Jesús amar tanto a esta mujer impía? Fue humillante.
Pero ¿qué dirían mis padres si yo tomaba la decisión de seguirlo en alma y corazón? Mi religión sólo había sido la asistencia dominical obediente que se había quedado en el camino. ¿Qué dirían mis amigas? Decidí que nada más importaba salvo conocer a Jesús como Señor y Salvador.
No puedo decir que mis padres estuvieran precisamente emocionados. Mamá no tenía muchos conocimientos bíblicos y se sentía intimidada por una hija feliz y cambiada. De vez en cuando me lanzaban dardos verbales. Lloré, oré y me aferré a Cristo y a mi nueva familia espiritual: la iglesia. Y encontré tranquilidad en estas palabras de Jesús:
“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mt. 19:29 RV1960)
Algunas de mis amigas más cercanas se ofendieron cuando les dije que me había convertido en cristiana. Pedro en su primera carta dijo que esto podría suceder. “No es de extrañarse que sus amigos de la vieja vida se sorprendan de que ustedes ya no participan en las cosas destructivas y descontroladas que ellos hacen. Por eso los calumnian” (1 P. 4:4 NTV).
Nada en mis días “antes de Jesús” se compara con “el incomparable valor de conocer a Cristo Jesús” (Fil. 3:8 NVI). Dios me llamó a Él incluso en mi pecado. Perder mi vida para encontrarla en Jesús ha sido un viaje increíble. Cincuenta años después, sigo siendo una deudora agradecida, más enamorada aún de Aquel que pagó mi deuda.
¿Qué has considerado como pérdida para ganar a Cristo?