La redención es más dulce después de probar la amargura del pecado. No podemos comprender totalmente la profundidad y la magnitud de la salvación hasta que apreciemos la fealdad de la que hemos sido salvados.
La audiencia en el día de Pentecostés no tenía idea de lo que habían hecho: crucificado a su Salvador. Y cuando, por el sermón de Pedro, comprenden la gravedad de su error, se compungieron de corazón y les llevó a la acción.
36 »Por tanto, sépalo bien todo Israel que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías».
37 Cuando oyeron esto, todos se sintieron profundamente conmovidos y les dijeron a Pedro y a los otros apóstoles:
―Hermanos, ¿qué debemos hacer?
38 ―Arrepiéntase y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados —les contestó Pedro—, y recibirán el don del Espíritu Santo. 39 En efecto, la promesa es para ustedes, para sus hijos y para todos los extranjeros,[i] es decir, para todos aquellos a quienes el Señor nuestro Dios quiera llamar. (Hechos 2:36.39)
Como sigue la historia, vemos que más de tres mil fueron bautizados ese día. Su convicción les llevó a acción. Tuvieron hambre del arrepentimiento de los pecados y el poderoso don del Espíritu Santo que ya habían observado ese día (como Pedro y los otros apóstoles les hablaron a cada uno en su propio idioma).
La mejor parte del Hechos 2 se encuentra en el versículo 39: la promesa sigue para nosotras hoy día. Nos da la oportunidad de arrepentirnos, bautizarnos, recibir el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.
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