Con una palabra, Dios habló a existencia el mundo. Con una palabra, Jesús sanó el hijo del funcionario y el funcionario “creyó lo que Jesús dijo y se fue” (Jn. 4:50).
Con una palabra, Pedro traicionó a su Señor. Pero luego transformó sus palabras, y predicó un sermón guiado por el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, afirmando lo que dijo con Juan que “nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch. 4:20).
Moisés no se sintió capaz de palabras elocuentes. Sin embargo, Dios le usó para declarar al Faraón las palabras libradoras de promesa para el pueblo de Dios, “Deja ir a mi pueblo” (Ex. 5:1).
Las palabras son poderosas. Las palabras han logrado paz y han comenzado guerras. Las palabras pueden comenzar una relación, y la pueden terminar así de rápido también. Las palabras pueden afirmar o renegar, animar o destruir, apoderar o atrapar.
Puede que las palabras no están escritas en piedra, pero están escritas en nuestros corazones de tal manera que afectan quién somos, guían lo que hacemos, e informen las decisiones que tomamos.
¿A qué palabras escuchas? Más importante, ¿a las palabras de quién escuchas?
Así como en las caricaturas, deliberamos sobre cuál voz escuchar: el diablito o el angelito; la mentira o la verdad. Deliberamos como el jurado para determinar el veredicto, considerando la evidencia, y escuchando a los argumentos por los dos lados.
¿A quién das la última palabra? ¿Quién tiene el argumento final sobre las mentiras que giran en tu mente y amenazan abrumarte?
(tomado del capítulo 2, ¿Quién tiene la última palabra?, disponible para la venta, antes de su publicación)