Mis oraciones se han transformado de una combinación desorientada de palabras a momentos de silencio, escuchando a lo que Dios habla a mi corazón. Me he dado cuenta del valor de estar en la presencia del Señor en vez de siempre sentir que tengo que decir algo, o que necesito las palabras perfectas para expresar lo que tengo en mente.
Así que escucho Su corazón.
Después de varios años de amistad, mientras estuvimos de viaje en el carro, un amigo me comentó, “Me contenta que ya hayamos llegado al punto en la relación en el que ya no tenemos que llenar el silencio con comentarios. Estamos cómodos el uno con el otro y nos es suficiente pasar tiempo juntos sin decir nada.”
Creo que por fin he llegado a ese punto en mi comunicación con Dios. Él tiene cosas mucho más importantes que decir que las que tengo yo. Su sabiduría es infinita. Sus pensamientos no son los míos ni Sus son míos (Is. 55:8-9), pero anhelo alinear los míos con los Suyos.
Así que escucho Su sabiduría.
Mi expresión desesperada de mis necesidades no llega a la plenitud ni la profundidad de la provisión de Dios. El coro de mis oraciones, cuando soy honesta con mis frustraciones, vuelve al sentir, “No que sea mi voluntad, sino la Tuya.” Entonces, ¿por qué no comienzo allí?
Así que escucho Su voluntad.
No es que me faltan las palabras. Sigo siendo una mujer extrovertida, muy habladora, siempre en búsqueda de una audiencia. Pero he notado el valor de escuchar a Dios, y lo encuentro de mayor valor que mis respuestas baratas.
Así que escucho Su voz.
Y porque escucho, me doy cuenta que tengo mucho más que decir, más de Sus palabras, más de Su Espíritu, más de Su corazón, Sus deseos, y Su amor.
Así que escucho.