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Vivian ArcilaEscrito por Vivian Arcila, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Canadá

¡Escucha mi oración! Mírame y verás que oro día y noche por tu pueblo Israel. Confieso que hemos pecado contra ti. ¡Es cierto, incluso mi propia familia y yo hemos pecado! (Neh 1:6 NTV)

El libro de Nehemías no sólo nos detalla secuencialmente la manera bíblica de resolver los conflictos y las crisis, sino que también resalta la importancia de la confesión del pecado como parte esencial de la restauración de nuestra relación con Dios.

Es interesante que cuando Nehemías se entera de la situación de Jerusalén y sus cautivos, lo primero que menciona en su oración es la confesión, no sólo de su pecado personal sino el de su familia y el de su nación. Él sabía que la desobediencia del pueblo de Israel había traído como consecuencia su destrucción y se sentía responsable también. Desde la antigüedad notamos que el pecado que no se corrige y se practica deliberadamente no solo puede afectar a la persona que lo comete sino también a su familia y hasta una nación completa.

Salmo 14:3 dice: “Todos se desviaron, a una se han corrompido; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”. Nehemías, como hombre temeroso de Dios, era consciente de que, aunque sus obras fueran agradables a Dios, el ser humano es pecador por naturaleza. Tal vez Nehemías sentía que pudo haber hecho más por su pueblo antes de que las cosas empeoraran, pero lo cierto es que la confesión es parte esencial de nuestra vida cristiana.

Nuestro caminar en Cristo comienza con reconocer que hemos pecado ante Él, arrepentirnos de nuestros pecados y confesar a Jesús como Señor y Salvador de nuestras vidas y se consolida con el bautismo y la perseverancia. Como dice Romanos 10:9: “si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo”. Las puertas de bendiciones espirituales comienzan a abrirse con una confesión.

Pero la confesión no queda estancada en ese momento que entregamos nuestras vidas a Jesús. Debe ser un acto diario, tanto para reconocer el señorío de Cristo como para descubrir nuestras faltas. Frente a cada situación difícil debemos examinarnos y confesar nuestras ofensas frente a nuestro Creador. En ese momento de reflexión, pensar cuánto nuestro pecado personal ha afectado a la familia y de alguna manera a la comunidad o la sociedad y confesar ante Dios nuestra participación en él, ya sea de una forma directa o indirecta. No sólo es pecado hacer maldad a nuestros semejantes, sino también no hacer el bien como dice Santiago 4:17: “Y el que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado”.

¿Estoy estudiando la Biblia, orando, examinándome y confesando mis pecados frecuentemente? Eso me ayuda a estar más conectada con Dios y a cultivar un carácter manso que mi familia, los hermanos de la iglesia, los vecinos, los conductores de otros vehículos, las personas en el supermercado y mis compañeros de trabajo van a notar. No tener una buena comunión con Dios nos afecta personalmente porque perdemos la paz y eso se refleja en el trato con nuestros familiares y el prójimo, lo cual causa un efecto dominó individuo, familia, iglesia, sociedad y el mundo entero.

Tratemos de esforzarnos día a día en nuestra relación con Dios porque eso impacta de una manera u otra la vida de nuestra familia y la de las personas a nuestro alrededor. Antes de conocer a Jesús éramos como una ciudad con las murallas destruidas por el pecado. Ahora estamos siendo edificadas sobre la roca que es Cristo.

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