Escrito por Vivian Arcila, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Canadá
Ana quedó embarazada y, cuando se cumplió el tiempo, dio a luz un hijo, al que le puso por nombre Samuel, pues dijo: «Yo se lo pedí al Señor.». (1 Sam. 1:20, RVC)
Antes de mi vida en Cristo había tenido dos hijos. Seis años después de haber sido bautizada para el perdón de mis pecados, oré al Señor para que me concediera tener un tercer descendiente, si era Su voluntad. En 2006, Dios respondió mis oraciones y tuve un hermoso y saludable varoncito. Sin embargo, para ese entonces yo tenía 38 años y a los tres meses de gestación tuve una parálisis facial, y debido a mi condición no me aplicaron tratamiento porque podría afectar al bebé. El resultado fue que aún no he recuperado la movilidad total del lado izquierdo de mi cara. Eso me entristeció mucho porque me gustaba estar alegre y sonreír. Además, el mundo había comenzado una nueva era digital donde las personas pueden compartir fotos en las redes sociales, pero mi cara tal vez nunca luciría igual. La felicidad de mi maternidad estaba eclipsada con este cambio inesperado en mi vida. Fueron meses difíciles para mí con emociones encontradas: tener la alegría de un nuevo ser en mis brazos y sentir que ya no había belleza en mi rostro. Yo era muy activa en la iglesia, sobre todo en el ministerio de evangelismo, pero con mi nueva apariencia, ya no me sentía segura ni animada a compartir una conversación con alguien.
Esos meses oscuros me llevaron a buscar más la presencia del Señor, a buscarlo en oración, a leer Su palabra. También fue una época donde pude examinarme a la luz de la Biblia y de arrepentirme por áreas de mi vida en las cuales no estaba siendo obediente. Mis inseguridades me llevaron a desconectarme del mundo, pero al mismo tiempo a conocer más a Dios. En Su palabra descubrimos que a veces las respuestas a nuestras oraciones son un Sí como le respondió a Ana, la madre de Samuel, y a mí, respecto a mi embarazo, pero otras veces como le dijo a Pablo: “pero El me ha dicho: «Con mi gracia tienes más que suficiente, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.» (2 Cor. 12:9, RVC).
¡Qué hermosa revelación! Entonces oré nuevamente al Creador y le dije: “Señor si no me vas a devolver la movilidad de mi cara, por favor dame de Tu gracia para yo poder acercarme a las almas nuevamente sonriendo en el espíritu y que lo puedan notar”. A partir de ese momento me comencé a llenar nuevamente del gozo inmutable del Señor, que se origina en el sacrificio de Cristo por nuestros pecados para llevarnos a la esperanza de la vida eterna, y que no debe cambiar por ninguna situación temporal o permanente que esté pasando en mi vida.
Es cierto que Dios, como Padre bondadoso y misericordioso, responde nuestras peticiones a sueños o metas que tenemos en este mundo, pero no siempre esas respuestas son acordes a lo que nosotras queremos. Hay mujeres que han orado por ser madres y no han podido quedar embarazadas; otras, por un esposo y no se han casado; otras por sanación de una enfermedad y no se han curado; otras, por un ascenso o por un buen empleo y no lo han obtenido; otras, por restauración de sus relaciones matrimoniales o familiares y no la han alcanzado. Y entonces nos podemos preguntar: ¿Nos basta la gracia de Dios? ¿Está perfeccionándose el poder de Dios en nuestra debilidad? ¿Estoy viviendo gozosa en el Señor o me siento frustrada porque mis metas personales no tienen éxito? ¿Es más importante el plan de Dios para mi vida y la de mi prójimo que mis aspiraciones humanas?
Entonces, ¿será que la plenitud de mi gozo está en la maternidad, o en el matrimonio, o en la belleza, o en una carrera exitosa o saber que no tengo ninguna enfermedad?
No es que sea pecado tener aspiraciones en esta vida, el problema es cuando vivimos frustradas por no lograrlas y perdemos el gozo de la salvación, o cuando estas metas terrenales ocupan el lugar en nuestro corazón que le pertenece al Soberano Creador.
De acuerdo con el criterio del mundo siempre nos faltará algo para sentirnos plenas: más estatura, un rostro hermoso, un esposo, un hijo, un nieto, más o menos peso corporal, un título universitario, un ascenso, una casa propia o una más grande; pero la palabra de Dios en Colosenses 2:9-10 nos dice en dónde está esa plenitud que debemos sentir: “Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y en él, que es la cabeza de toda autoridad y poder, ustedes reciben esa plenitud”.
¿Qué es más importante para nosotras? ¿El éxito personal o ser conformadas a la imagen de Cristo?
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