Escrito por Sabrina Nino de Campos, coordinadora brasileña para el Ministerio Hermana Rosa de Hierro
Así como en todas las historias de reconstrucción, mi historia también involucra un dolor todavía existente. Aunque talvez no lo sienta todo el tiempo y a veces pueda olvidarme por un segundo, es constante.
Yo he sido muy bendecida en mi vida. He crecido en una familia que ama a Dios, y me acuerdo que muchas veces cuando me sentía angustiada por cualquier situación en mi niñez y adolescencia, siempre agradecía a Dios por la familia en la que me puso. Desde chiquita he tenido una relación fuerte con el Padre, especialmente de oración. Aún en los momentos en que me sentía más lejos de Él, no me acuerdo de una noche en la que no he orado antes de dormir. Había sido algo que mis padres me habían enseñado y lo llevé como costumbre; y ese ha sido el hábito en mi vida que me ha permitido no perderme en mis años de cambios y frustraciones.
Cuando me gradué de la escuela y tenía una decisión que tomar sobre mi futuro, elegí entrar en un programa de misiones (AME). Tenía ganas de finalmente seguir mi propio camino, después de tantos años admirando a mis padres y el trabajo que ellos hacían en la iglesia. En esos años, serví mi misión en la iglesia en Bolivia, conocí a mi esposo, nos mudamos y trabajamos con la iglesia en Argentina, etc. Dios guió mi vida; y aunque haya tenido mis momentos de dudas (como todos y todas), sentía que mi fe se fortalecía cada día. Y la paz que abundaba me hacía confiar de que no importaban los obstáculos que me vinieran por delante si los podía poner a los pies de Yahvéh.
Todo eso cambió en agosto de 2019. Mi mamá, quien había sido mi mejor amiga y apoyadora, sufrió un ataque cardiorrespiratorio donde estuvo sin respirar por 33 minutos. Mi esposo y yo tuvimos que irnos de Buenos Aires sin tiempo para despedirme, aquella misma noche buscamos los pasajes y así, interrumpida, se quedó nuestra trayectoria.
Estuvimos en Brasil por 6 meses, donde la esperanza era casi inexistente y donde he sentido el peor dolor de mi vida. Mi mamá se despertó de su coma, pero ya no era la misma persona. Por la falta de circulación de sangre en su cuerpo por esos 33 minutos, sufrió también daños cerebrales gravísimos que la impiden, hasta el día de hoy, acordarse de cosas por más que unos pocos segundos. Casi no se acuerda de los rostros a su alrededor. Y como yo había estado lejos de la casa desde el 2015, no se acuerda de mí. Sabe mi nombre, pero cuando me mira no sabe quién soy.
No siento que Dios me haya preparado para este momento. ¿Cómo podría estar lista para eso? No tengo una respuesta. Y desde aquel día, y con todo lo que ha pasado después de eso, aún no siento como que las cosas se hacen más fáciles. Siento que mis oraciones, por muchas veces, han sido como en el Salmo 88 (NVI):
[…]
Estoy aprisionado y no puedo librarme;
los ojos se me nublan de tristeza.
Yo, Señor, te invoco cada día,
y hacia ti extiendo las manos.
[…]
Yo, Señor, te ruego que me ayudes;
por la mañana busco tu presencia en oración.
¿Por qué me rechazas, Señor?
¿Por qué escondes de mí tu rostro?
[…]
Me has quitado amigos y seres queridos;
ahora solo tengo amistad con las tinieblas.
Mi fe fue destruida de una manera inesperada. Y ahí fue la primera vez en que realmente sentí que la fe heredada de mis padres ya no iba a ser suficientemente fuerte para sostenerme por toda la vida. Necesitaba reconstruirla. Y aunque quisiera un milagro, no es lo que he recibido (aunque sigo con esperanza en Yahvéh). Pero sí he recibido una invitación a reconstruir mi fe. He aprendido muchas cosas nuevas sobre el Señor, he leído Su Palabra como nunca había hecho antes, con nuevos ojos.
A veces me siento como el apóstol Pablo cuando era Saulo y pensaba que tenía buenas intenciones, entonces Jesús le quitó la visión. Y cuando se le restaura la visión su perspectiva ha sido cambiada. Siento que recupero mi visión por pocos, y a veces, honestamente siento que me estoy volviendo ciega otra vez. Y Dios otra vez me muestra la luz.
La reconstrucción es un proceso doloroso. Involucra una reconstrucción de mi relación con Dios, de la manera en que oro, de la manera en que pienso en Sus hechos, de la manera en que vivo mi fe. Pero lo más importante que he aprendido es que no necesito pasar por este proceso sola. Tengo hermanos y hermanas en Cristo que también pasan por ese proceso. También, y aún más valioso, es que Dios me acompaña en el proceso. Así como el salmista que ora su dolor, Dios también quiere escuchar mi voz, aunque sea una voz llena de sufrimiento y capaz hasta de enojo contra Él. No se reconstruye una amistad si simplemente decidimos ignorar a la otra persona, un diálogo es necesario.
No tengamos miedo de reconstruir nuestra relación con Dios. Puede ser que, así como yo, has tenido un gran cambio en tu historia de vida, o tal vez simplemente quieres reconstruir tu manera de orar, leer, escuchar al Señor para hacerlo de manera más honesta.
Yahvéh te quiere acompañar, como me acompaña a mí también. No nos olvidemos, Dios conoce el dolor muy bien. Pero, así como nos promete ese dolor (Jn. 16:33), también nos dice: “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20b, NVI).