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Escrito por Michelle J. Goff en enero 2013, originalmente publicado en Humano Y Santo

¿Te has encontrado en un lugar de dolor donde sólo puedes tomar la vida un momento a la vez, quizás una hora a la vez, rogándole a Dios para poder tomar un día a la vez como muchos recomiendan? Me he encontrado allí. Recientemente. Profundamente. Pero Dios es fiel y ya puedo compartir al menos una parte de mi historia.

Sin importar la fuente de nuestro dolor o el contexto de nuestra herida, hay un lugar vulnerable de emoción humana que es tan abrumador y tan inmenso que puede dejarlo a uno desconectado de sí mismo. Allí, no se puede pensar, mover, respirar o funcionar. Las emociones son tan presentes, tan intensas que no hay espacio en el cerebro ni en el ser para procesar más nada – ni un pensamiento, ni una oración, ni un sonido.

En contarles mi historia, les pido que no se enfoquen en los detalles de los eventos en que se presenta mi dolor, sino que reflexionen sobre la realidad de la condición humana y la emoción pura que sale de los lugares profundos de dolor que todos tenemos y anhelamos que Dios sane. Oí un tremendo refrán durante el proceso, “El tiempo no sana toda herida. El tiempo revela como Dios sana toda herida.” Que la sanación en mi vida traiga la esperanza de sanación en sus vidas también.

Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren. ~ 2 Corintios 1:3-4

Lo mejor del proceso de sanación es que Dios nos encuentra donde estemos y, además, Él está bien con encontrarnos donde sea que nos encontremos en nuestro camino. Han habido momentos cuando yo no podía orar, no podía hablar; cuando me sentí tan sola y oscura que nadie pudo penetrar mi cáscara de auto protección. Para mí, ese apago total y la cáscara de auto protección vino por el shock inesperado y dolor de la ruptura con mi prometido. Dos meses y medio antes de la boda, él suspendió los planes para la boda y sin advertencia rompió conmigo definitivamente.

Una mañana, dos días después de esa noche fatídica, mi papá se acercó a mi cama para apoyarme y para orar. Él había sufrido su propia pérdida y dolor reciente y sentía mi dolor en su propio proceso de sanación. Mientras oraba sobre mí, yo no podía procesar sus palabras a Dios de mi parte. Empecé a temblar físicamente, a sentirme abrumada emocionalmente y a apagarme mentalmente. No podía tolerar la oración. Quería saber que estaba orando. Quería saber que otros estaban orando. Pero yo no podía físicamente oír esas oraciones.

Cuando él terminó de levantar sus palabras sinceras de mi parte a Dios, yo quería gritarle y atacar a mi papá o a Dios, o a lo que fuera para tratar de minimizar el dolor. Al contrario, usando una fuerza que no sabía que tenía, le dije a mi papá, “Quiero que sepas, por favor, que no te estoy rechazando. No estoy rechazando a Dios. Quiero saber que estás orando. Aprecio que estás orando. Pero no puedo escuchar esas oraciones. No puedo. Perdóname, pero, yo… yo…” No podía más. Hasta el dolor físico en ese momento fue demasiado. Mi cuerpo estaba temblando. Mi voz estaba temblando. No tenía más.

Luego de un mes, más o menos, mientras reflexioné sobre ese encuentro con mi papá y mi aparente rechazo de la oración, me di cuenta de varias cosas importantes. Dios conoce mi corazón. Él conoce mi dolor. Él sabía que el rechazo de la oración de mi papá, en el momento, no fue ningún rechazo de Dios ni del apoyo y amor que me ofrecía mi familia. ¡Y Dios estaba bien con todo eso! ¡Él estaba allí mismo, encontrándome donde estaba! Dios promete “no te dejaré ni te abandonaré” (Josué 1:5). ¿Entonces, por qué me abandonaría en un lugar de dolor por el simple hecho de que yo no podía verbalizar mis oraciones ni procesar las oraciones de otros? ¡Entra Espíritu Santo! Que bendición que tenemos un Consolador que puede interpretar los gemidos que no podemos expresar.

Así mismo, en nuestra debilidad el Espíritu acude a ayudarnos. No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios. ~ Romanos 8:26-27

Dios promete no dejarnos ni abandonarnos en Josué 1:5 y en Isaías 41:10 afirma “… no temas, porque yo estoy contigo.” Promete acompañarnos, no sólo con Su presencia, más también con Su abrazo en versículos 10 y 13. Tres semanas después de la ruptura, en una conferencia de damas a la que yo hubiera preferido faltar, estaba meditando en Isaías 41. Noté la promesa en versículo 10 que Dios “te sostendré con mi diestra victoriosa.” En versículo 13, Dios “sostiene tu mano derecha; yo soy quien te dice: ‘No temas, yo te ayudaré’.” La mano derecha de Dios con tu mano derecha. Uno tiene que estar frente al otro para tomarse de las manos derechas. Que tremenda reflexión: Dios, frente a mí, viendo mi dolor, tomándome de la mano y sosteniéndome en Su abrazo. Increíble. El Dios de todo consuelo, me abrazó con consuelo en Su presencia amorosa en ese momento, encontrándome donde estaba y guiándome a la sanación.

No se ha terminado mi proceso de sanación. Doy gracias a Dios por poner a muchos amigos y familiares en mi camino quienes han caminado conmigo y me han levantado en oración. Mientras esta travesía continúa, confío y comparto con nueva esperanza que me siento honrada de servir a un Dios de amor que nunca nos dejará ni abandonará, aun en los momentos más profundos de dolor, pérdida y tristeza. Espero que Uds. también lleguen a conocerle a Dios de esa manera. Que le inviten a encontrarles donde se encuentren – aun si no tienen las palabras para verbalizar esa invitación.

 

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