Hace unos años, mi sobrino cumplió los cinco años. Y, según la tradición, le regalé el regalo de leer y aprender, en español. Hablo con él y con su hermanita en sólo español. Nos divertimos leyendo, cantando, y jugando en español.
Sin embargo, ya exhausto de un fin de semana lleno de actividades en la familia, él volteó, con lágrimas en los ojos, a sus padres, después de abrir mi regalo y lloró, “¡Pero no me gustan los libros en español!”
Mi hermana y mi cuñado están haciendo un buen trabajo, criando a sus hijos para ser bien educados y agradecidos, pero las expectativas de mi sobrino no se cumplieron cuando abrió la bolsa de libros (comparados con los Legos que los abuelos le regalaron que él pasó un año desando).
Por insistencia de los padres a responder con agradecimiento y no con queja, me miró y me dijo, “Gracias, tía.” Pero no lo sintió.
En el momento, pensé, “Puede que no le emociona ahorita, pero cuando ya sea mayor, va a apreciar el vínculo especial que tenemos en español, los recuerdos de leer los libros en español juntos, y la bendición de ser familiarizado con otro idioma y otra cultura.”
Y luego mis reflexiones se hicieron más personales… Los niños tienen una forma de enseñarnos lecciones profundas de la vida. Y esta experiencia no fue ninguna excepción.
¿Cuántas veces he respondido con queja y no agradecimiento a las oportunidades que Dios me ha dado de aprender y de estar en comunicación y relación con Él?
Compungida e inspirada, pasé los próximos días reflexionando en mi propia actitud de gratitud y contentamiento. Se dice que podemos esperar buenos regalos del Padre (Mt. 7:11), pero no todo lo que es “bueno” es “divertido.” Nos llama a ser agradecidos por los regalos, aún cuando no nos traen alegría.
Gracias, Dios, por las espinas. Estoy creciendo.
Gracias, Dios, por las pruebas. Estoy aprendiendo.
Gracias, Dios, por los desafíos. Estoy agradecida.
¿Por qué cosa puedes ser agradecida hoy?