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La Biblia es una historia de amor que ofrece esperanza a un mundo sin propósito ni dirección.
En esta temporada, en medio del comercialismo que rodea la Navidad, se nos presenta la oportunidad de recordar y compartir ese mensaje de amor y esperanza con otros.
La esperanza vino en forma de un niño, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lucas 2:12).
El amor bajó del cielo, se hizo carne y habitó entre nosotros (1 Juan 4:8, Juan 1:14).
Emanuel, Dios con nosotros, nació el Mesías, el cumplimiento de la profecía y la promesa de esperanza.
Amor del Padre, personificado en el Hijo, reforzado en el Espíritu Santo.
Que nuestro Señor Jesucristo mismo y Dios nuestro Padre, que nos amó y por su gracia nos dio consuelo eterno y una buena esperanza, los anime y les fortalezca el corazón, para que tanto en palabra como en obra hagan todo lo que sea bueno. (2 Tes. 2:16-17)
Toma un momento hoy para compartir ese amor y esperanza con al menos dos personas que conoces: una que ya los conoce y alguien que necesita una invitación a conocer tal amor y esperanza.
Cuando hablamos del amor y esperanza de Dios, mostramos amor y damos esperanza a otros. ¡Qué bendición poder multiplicar esas bendiciones y al compartirlas sentirlas aún más profundamente!
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“A todo el que se le haya dado mucho, mucho se demandará de él; y al que mucho le han confiado, más le exigirán.” Lucas 12:48b
La aplicación económica de este versículo es apropiada y relevante después de la campaña “Un Día para Dar” y cómo animamos a todos a dar su donación del fin del año. Como ministerio, nos honra y nos humilla poder cumplir con lo que Dios nos ha llamado hacer por la generosidad de nuestros socios. ¡Gracias! Y si se te pasó la oportunidad de dar durante Un Día para Dar, todavía hay tiempo para hacer una donación.
Pero he reflexionado mucho sobre las otras facetas de la aplicación de este versículo, las espirituales. Compartir nuestras bendiciones con otros es una declaración de nuestro aprecio por las bendiciones que hemos recibido. Lo que me ha sido dado puedo y debo dar a otros.
El perdón que doy a otros está correlacionado con el perdón que el Padre me da (Mt. 6:14-15).
La gracia con la que hemos sido tratados debe ser compartido con otros (Mt. 18).
La compasión que el Padre ha demostrado al no tratarme como merezco me inspira a extender compasión a otros.
Pero si no reconozco lo que he sido dado, seré tacaño y no compartiré nada.
¿Quién soy yo para juzgar quiénes merecen las bendiciones o no? Sin embargo, me identifico con la rabia del hermano mayor y me caigo en la trampa de pensar que merezco más (Lc. 15:25-32). Pero si dependiera de mérito o lo que merecemos… pues, menos mal no es así. ¡Doy gracias a Dios que no es así (Sal. 103:10-14)!
Somos mayordomos de nuestras bendiciones (Mt. 25:14-30) y cuando las compartimos, Su luz brilla más fuertemente (2 Cor. 4:5-7).
¿Por qué dar?
Servimos a un Dios de abundancia (2 Cor. 9:8-15). Sus bendiciones son sin fin (Fil. 4:19). Da generosamente a todos (Sant. 1:17). Y somos bendecidos al poder dar de lo que hemos sido dado. Y de esa forma multiplicamos las bendiciones.