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Escrito por Kara Benson, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hiero en Arkansas
Cuando era pequeña, tenía varios conceptos erróneos sobre el bautismo. Aunque me criaron asistiendo a servicios religiosos y clases de Biblia, nadie me lo había explicado nunca. Por ejemplo, pensé que, si alguien peca después de ser bautizada, de alguna manera manchaba su salvación. En consecuencia, practicaba cuánto tiempo podía pasar sin pecar para ver si estaba lista para ser bautizada. Pasaría un día, tal vez dos. Sin embargo, al tercer día, inevitablemente, me equivocaría y me daría cuenta de que no estaba lista para el bautismo.
Por supuesto, sabemos que ésta no es la realidad del bautismo o la vida que sigue. Luchar por la santidad no significa perfección o que nunca pecaremos. Es un estilo de vida, una dirección en la que caminamos. Cierto predicador dice repetidamente: "El arrepentimiento es lineal." Me atrevería a incluir la santidad en esa categoría también. Si se representara en un gráfico, la búsqueda de la santidad no está representada por una sola línea que se dispara directamente hacia el cielo, sino más bien una línea que zigzaguea mientras se mueve hacia arriba.
Si algo es santo, es apartado, sagrado, dedicado o consagrado a Dios. En resumen, la santidad para los cristianos significa que somos diferentes y consagrados: diferentes del mundo y consagrados para Dios.
Diferentes. Efesios 5:3 dice, “Entre ustedes ni siquiera debe mencionarse la inmoralidad sexual, ni ninguna clase de impureza o de avaricia, porque eso no es propio del pueblo santo de Dios.” Filipenses 2:15 nos exhorta a ser “intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada. En ella ustedes brillan como estrellas en el firmamento.” Como cristianos, deberíamos lucir diferentes al mundo. No debemos vestirnos como el mundo, con ropa reveladora que sea de naturaleza sensual o que llame la atención sobre nuestros cuerpos. No deberíamos sonar como el mundo, ya sea en un lenguaje soez, en bromas groseras o en un discurso que deshonra a Dios. No debemos actuar como el mundo en nuestras decisiones y conducta. No deberíamos encontrarnos encajando con la gente del mundo porque “Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios” (Stgo. 4:4). En cambio, debemos parecernos a nuestro Dios que nos llama a ser santos en todo lo que hacemos porque Él es santo (1 Ped. 1:15-16).
Consagradas. De acuerdo a Efesios 5:26-27, Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella “para hacerla santa. Él la purificó, lavándola con agua mediante la palabra, para presentársela a sí mismo como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable.” Se supone que una esposa debe mantenerse pura para su esposo y viceversa. Asimismo, nosotros, como iglesia y esposa de Cristo, debemos mantenernos puros para Él. 2 Corintios 7:1 enseña que debemos “purificarnos de todo lo que contamina el cuerpo y el espíritu, para completar en el temor de Dios la obra de nuestra santificación". No debe haber nada malo o impuro dentro de nosotros porque somos el templo del Espíritu Santo que habita en nosotros. Imagínese a los santos en el cielo de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Llevan túnicas blancas que representan su pureza. Para ser santas como cristianas, debemos estar totalmente consagradas a Dios (juego de palabras). Colosenses 3:17 dice, "Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él."
Cuando obedecimos el llamado en Hechos 22:16 de “Levántate, bautízate y lávate de tus pecados, invocando su nombre,” nos comprometimos a buscar la santidad. Permitamos que nuestra búsqueda de la santidad nos redefina como diferentes del mundo y consagradas a Dios.
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Escrito por Johana Batres, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Colorado
“Porque ustedes antes eran oscuridad, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de luz y comprueben lo que agrada al Señor.” (Ef. 5:8,10; NVI)
Cuando el apóstol Pablo escribió a los efesios no limitó las normas morales de Dios a ciertas personas o grupos de edades. No creó un sistema de clasificación que permitiera la exposición al mal para aquellos que se encontraban a ciertos niveles espirituales. Más bien señaló al mismo Señor Jesucristo como la norma.
Si estamos comprometidas a vivir como Dios nos ha llamado a vivir, nos esforzaremos para averiguar qué es “aceptable al Señor” y no vamos a participar “en nada que tenga que ver con las obras infructuosas de la oscuridad…” (Ef. 5:11, NVI).
Este asunto de la santidad no es fácil. El apóstol Pablo le dijo a Timoteo que la buena forma espiritual también demanda mucho más que un enfoque relajado para vivir una vida que honre a Dios. Especialmente en una cultura marcada por la falsa enseñanza y excesos, Pablo escribió: “Más bien, ejercítate en la piedad, pues, aunque el ejercicio físico trae algún provecho, la piedad es útil para todo, ya que incluye una promesa no solo para la vida presente, sino también para la venidera” (1 Tim. 4:7-8, NVI).
Nuestra meta no es obtener músculos espirituales sino piedad: una vida que sea agradable al Señor. El estudio vigoroso de la Palabra, la oración centrada y la disciplina corporal; todo, es parte del proceso. La medida en que entrenamos afecta grandemente a la manera en que corremos nuestra carrera en la vida. De lo contrario, si vivimos como todo mundo lo hace, pecando y agradándonos a nosotros mismos, ¡imagina la tristeza de Dios en Su corazón! Él debe sentirse triste cuando nos mezclamos y vivimos como “todos los demás” que nos rodean. Casi puedo oírlo decir: “¿Qué haces viviendo de este modo? ¡Tú perteneces a mi nación!”.
Pedro nos recuerda que somos distintas: “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9, NVI). Ser santo significa que somos únicas, apartadas para Dios; que estamos asemejándonos a Él y reflejando Su forma de vida caracterizada por una cultura diferente. Significa que perdonamos las crueles ofensas, que somos misericordiosos, bondadosos, veraces y leales a nuestras promesas. Simplemente, somos como Él. Hemos sido redefinidas por Su santidad.
Así que, comencemos con la ayuda del Espíritu Santo y que nuestras vidas reflejen a Jesús de tal forma que dejemos una marca en nuestros vecindarios, familias, trabajos; porque la lealtad a Jesús debe verse y oírse en nuestro andar. Para guiar a los demás y sacarlos de la oscuridad del pecado, dejemos que vean la santidad de Dios en nosotras.
¿Cómo vas a demostrar al mundo que eres única y apartada para Dios?