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Escrito por Débora Rodrigo, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arequipa, Perú
Todas las mujeres a su alrededor eran madres. Ser madre es lo que le daba a una mujer de su época y su cultura su razón de ser, su valor en la familia y en la sociedad. Pero Ana no tenía hijos. Ana estaba vacía. Estaba sola. Se sentía inútil. Un desecho de la sociedad. Buena para nada. Su marido no podía entender ese sentimiento de impotencia que desolaba su corazón. Le preguntaba ¿para qué necesitas un hijo? ¿no te soy yo suficiente? Pero claro, él tenía sus propios hijos, otra mujer se los había dado. Ella era incapaz de hacerlo. Se sentía observaba, señalada. Cuando caminaba por las calles sentía cómo otras mujeres la miraban con lástima. Se imaginaba lo que pensaban. Ahí estaba Ana, la que no podía darle hijos a su marido. La que nunca sentiría las pataditas de bebé en la barriga, la que nunca amamantaría a sus hijos. Algunas mujeres se burlaban de ella. Nosotras sí tenemos hijos. No como tú. Algo debía estar mal en ella. O al menos eso es lo que ella sentía.
La angustia crecía con el paso del tiempo. Las posibilidades de que el milagro se produjese se reducían considerablemente a medida que los meses avanzaban. Los años continuaban pasando sin detenerse. La esperanza era cada vez menor. La impotencia crecía, y junto a ella la desolación. Poco a poco el corazón de Ana se llenaba de angustia. Soledad. Amargura. Nadie podía entender cómo ahogaba el peso profundo de la tristeza. Era imposible explicarlo. No había forma de que otros comprendieran ese terrible túnel sin fondo por el que Ana caminaba a diario. Sola.
Como cada año, Ana, junto con su marido, a quien también acompañaba su otra esposa y los hijos que esta le había dado, viajaron al santuario de Siló a adorar a Dios. Era una costumbre familiar, una cita a la que no faltaban. Pero este año Ana viajaba completamente devastada sin apenas energía, sin ánimo si quiera para alimentar su propio cuerpo. Al llegar, no pudo hacer otra cosa que retirarse al santuario y orar a Dios desde el silencio de su soledad. Necesitaba liberarse de esa tristeza profunda. Palabras sin sonido salían de su boca y se mezclaban con las lágrimas que emanaban de sus ojos sin descanso. Allí, en medio de su soledad, Ana volcó su corazón ante Dios. Lo vació por completo. Le suplicó que se llevara esa carga tan pesada. Allí, por fin Ana se sintió entendida. Mientras su oración fluía, una energía vibrante fortalecía su cuerpo y su alma. Por fin, poco a poco Ana permitió que la tristeza fuera abandonando su mente y su ser se fue vaciando de la angustia que se había apoderado de ella durante tanto tiempo. Ana dejó que Dios le diera aliento e incluso gozo en medio de su terrible sufrimiento. Cualquiera que la hubiera visto así, completamente abandonada a los brazos de Dios, la hubiera tenido por loca, o incluso por borracha, como el mismísimo sacerdote pensó que estaba. Pero sólo era una mujer devastada rendida ante un Dios que la amaba y comprendía su sufrimiento. El único que podría reconfortar un corazón tan echo pedazos como el suyo.
Después de orar durante un tiempo, Ana se limpió las lágrimas, se puso en pie y regresó con los suyos. Pero esta vez con fuerzas renovadas, sin la pesada carga del abismo de la tristeza. Recuperó el apetito y se sintió con la motivación suficiente para continuar adelante. Dios había consolado su corazón. Por fin la carga pesada de la tristeza se había vuelto más llevadera, e incluso ligera. A pesar de que su deseo por un hijo seguía siendo igual de fuerte, ese sufrimiento era mucho más soportable. Sabía que no estaba sola. Sabía que era amada y entendida.
Apenas pasaron unos años antes de que Ana regresara a aquel mismo lugar y pisara ese mismo suelo que le había visto llorar desconsolada y encontrar el consuelo que necesitaba. Esta vez, sin embargo, las lágrimas eran de alegría. Las palabras, inaudibles un día, eran ahora claras y firmes, las frases que antes imploraban ayuda daban ahora exclamaciones de gratitud y regocijo. Gratitud por ese hijo que ahora Ana abrazaba. Regocijo por un corazón que encontró en Dios la esperanza que había perdido. Ese hijo que ella había sentido crecer dentro de sí misma le pertenecía a Dios y a Dios lo entregaba. Dios había reemplazado su angustia por un gozo desorbitante. Ahora se sentía completa, rebosante de gozo.
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Escrito por Jennifer Percell, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Missouri
Cuando leo la historia de Jairo, siempre siento una sacudida del pánico que este hombre debe haber sentido cuando cayó de rodillas a los pies de Jesús. Su hijita se estaba muriendo. Pero Jairo tuvo que observar cómo una multitud se interponía entre él y su única esperanza. Debe haber sentido una ansiedad terrible cuando el Salvador se detuvo para hablar con la mujer que había tocado Su manto. Cuando Jesús le dijo a la mujer que se fuera en paz, Jairo debe haberse preguntado si tenía alguna esperanza de paz. Y luego llegó la noticia que un padre no puede soportar. Su pequeña niña se había ido. Le dijeron que dejara de molestar al Maestro. El dolor aplastante apenas tuvo tiempo de aparecer antes de que Jesús ofreciera una nueva esperanza. La montaña rusa de emociones terminó con una familia reunida y la muerte se detuvo en seco. Una escena que sólo Dios puede orquestar, una resurrección.
No he sufrido la muerte de un niño, pero he suplicado a Jesús que salve a mis hijos de la muerte espiritual. Hubo un tiempo en que mis temores por ellos me dejaron en pánico al igual que a Jairo. Hace unos años, entré en una temporada muy oscura. Una de mis más queridas amigas, mi fiel y amable suegra, estaba llegando al final de su vida. Tuvimos el privilegio de tenerla viviendo con nosotros en su última enfermedad, pero el dolor de verla desvanecerse nos agobiaba.
Un día que estábamos en el hospital viendo impotentes que el cáncer se robara a nuestro ser querido, decidí irme a casa a darme una ducha. En el camino hablé con un querido amigo que acababa de perder a su hermano en un crimen terrible. Sentí que mi corazón no aguantaba ni un gramo más de dolor. Cuando llegué a nuestra casa y recogí el correo, había una carta de nuestra hija. Esta carta confirmó mis peores temores de que esta preciosa hija se había alejado de su fe.
Comenzando ese horrible día, caí en lo que ahora describo como una parálisis de mi corazón. Sabía que mi propósito número uno era criar a mis hijos con una fe fuerte y había fallado en todo lo que realmente importaba.
Entonces, justo cuando mi suegra entraba en las últimas semanas de su vida, se produjo otra tragedia. Mi preciosa hermana mayor, confidente y mejor amiga sufrió una demencia severa y no pudo vivir en su casa. Dependía de mí tomar decisiones muy difíciles con respecto a su cuidado. Mi pena se hizo más profunda. Mi fe no vaciló, pero me identifiqué mucho con Jesús, el Varón de dolores.
En el punto más bajo de esta temporada de desesperación, yo misma me enfermé. Fue necesario tomar una licencia médica de uno de los pocos trabajos que aún funcionaba durante el cierre por COVID. Amaba mis días cocinando para los ancianos en un hogar de ancianos y ahora tenía que abandonarlos en su soledad de encierro.
Mis lágrimas parecían ser la única constante en mi vida y, como Jairo, sentí que Dios se había vuelto para ayudar a alguien más a pesar de mis constantes oraciones para que Él interviniera en todas estas crisis. Empecé a sentir que la alegría y la risa eran inapropiadas, que hasta que mi hija regresara al Señor y mis seres queridos tuvieran alivio, yo no tenía derecho a ser feliz.
Jesús le dijo a Jairo que no tuviera miedo, que creyera y su niña sería sana. Lentamente, suavemente, Jesús encontró maneras de decirme que no tuviera miedo. En algún lugar en medio de mis oraciones frenéticas y la oscuridad que las acompañaba, llegué al final. El final de ensayar inútilmente conversaciones una y otra vez en mi mente para ver qué había dicho mal o podía arreglar. El final de ofrecer a Dios planes, ideas y sugerencias de cómo cambiar estas situaciones sin esperanza. El final, supongo, de mí: yo tratando de cambiar todas las cosas sobre las que no tenía absolutamente ningún control. Cuando le dijeron a Jairo que su hija había muerto, debió haber sentido que era el final, el final de cualquier solución que pudiera ver para su gran necesidad.
Y en ese final, Dios comienza. Cuando todas nuestras soluciones se han ido, todos nuestros arreglos se han roto y no queda nada, finalmente estamos listas para Dios. Los dolientes en la casa de Jairo habían aceptado el final. Se reían de la idea de que Jesús pudiera cambiar la muerte. Jesús, sin embargo, como siempre, tuvo la última palabra. La Biblia nos dice que Él tomó a la niña de la mano, su espíritu volvió y ella se puso de pie.
Cuando sentí que había llegado a mi final, Dios pudo comenzar a razonar conmigo. Hubo días en los que realmente entendí que no estaba sola. Vi que pedirle a Dios que sanara la fe de mi hija y cuidara de mi salud, de mi hermana y de mi dolor por mi suegra, me exigía entender que Él escuchaba mis llantos. Empecé a ver mis oraciones como el acto de entregar todo el paquete de cargas a Dios y caminar junto a Él, libre del peso que no podía llevar. Cada paso que daba cuando dejaba que Jesús llevara el dolor, se hacía más ligero, hasta que un día me di cuenta que podía reír. Podía caminar al lado de Jesús y sentir alegría.
Así como Jairo caminó de regreso a la casa con Jesús, sin saber que su hija viviría de nuevo, todavía camino con tantas incógnitas. Mi hija todavía vive sin Dios, mi suegra ya no está aquí con nosotros, mi hermana está fuera de mi alcance en su mente rota y mi enfermedad no está resuelta. Pero como la niña resucitada por Jesús, mi espíritu ha vuelto.
Aprendí que puedo caminar con profunda tristeza y profunda alegría de la mano. Mi corazón puede contener la angustia de la tierra y la paz del cielo mientras Jesús camina conmigo hacia las resoluciones por las que he orado. Alguien ha dicho, en Jesús, una temporada de espera no necesita ser una temporada desperdiciada. La fe nos da una esperanza constante de curación, paz y resurrección de las almas perdidas.
Así que hermana, levántate, lávate la cara y vive, porque el Gran Médico, Jesús Resucitado, está en camino para levantar tu corazón y darte alegría.
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