Ayer fue el día de las palmas.
Me acuerdo claramente el olor y el color de las palmas cuando un grupo descendió la montaña y llegó a la iglesia católica ese domingo cuando viví en Caracas.
“—¡Hosanna al Hijo de David!
—¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
—¡Hosanna en las alturas!”
Los judíos le dieron la bienvenida a Jesús cuando entró a Jerusalén y ese grupo de venezolanos querían recordar y recrear ese evento.
El próximo día, los restos de las palmas se encontraron en el calle y en la plaza. Y me pregunté si el recuerdo de esa bienvenida se había desgastado y secado como las palmas. La gente pisoteó las palmas al pasar, sin pensar en lo que había ocurrido el día anterior… Así que reflexioné: ¿He permitido que el espíritu de bienvenida expresado en los momentos celebratorios de mi vida se opacan con las otras cosas de la vida?
¿Le doy la bienvenida a Jesús en mi vida todos los días?
Hosanna significa “adoración, alabanza, o gozo.” Pero tengo que admitir que la bienvenida que doy a Cristo en mi vida, muchas veces, es más una de desesperación que de regocijo.
¡Que le demos la bienvenida en celebración como Hijo de Dios y Señor de nuestras vidas!
“—¡Hosanna al Hijo de David!
—¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
—¡Hosanna en las alturas!”
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