Escrito por Débora Rodrigo de Racancoj
Conozco ese sentimiento. Lo he vivido muchas veces. Dios, que conoce mi situación, que me observa desde su santo trono, ve cómo una serie de injusticias se suceden en la Tierra, su Tierra, la que Él creó con su voz. ¿Por qué no hace nada? Tiene la solución en su mano. Una simple palabra suya es suficiente para que la injusticia que está desolando a la gente a mi alrededor cese; para que esa batalla en la que he estado sumida todo este tiempo termine... ¿por qué, Señor?
Déjame hablarte muy brevemente de Israel; el pueblo de Dios fue, en muchas ocasiones, un reflejo de nuestras propias vidas. Cerca del año 600 a.C., Israel pasó por uno de los peores momentos de su historia. El descuido de Israel, en forma de pecado, hizo caer figuradamente el muro de protección que suele rodear a los que en Dios confían; y un abismo, una brecha enorme se abrió entre Dios y su pueblo separándolos irremediablemente.
Algún tiempo después, Dios envía a Ezequiel a su pueblo, cautivo en otra nación, sufriendo las consecuencias de su propio pecado, para darles esperanza y prometerles un corazón y un espíritu nuevos. Allí, Dios transmite a Ezequiel cómo antes de enviarlos al exilio buscó quien pudiera poner fin al castigo inminente.
“Busque entre ellos un hombre que levantara una muralla y que se pusiera en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyera; pero no lo hallé” (Ez. 22:30). No, no lo encontró.
Igual que ocurrió entonces, ocurre ahora, en mi vida, en tu vida, en la vida de quienes nos rodean. El muro de protección ha podido caerse, y ha aparecido una brecha que nos separa de Dios. Dios lo sabe, no es impasible. Y desea con todas sus fuerzas que no tenga que producirse el daño a tu vida. Pero Él no puede evitarlo, porque es justo, y al fin y al cabo, somos nosotros quienes así lo decidimos con nuestro proceder.
Y mientras comienzan a sucederse las consecuencias naturales de lo que nosotros mismos escogimos, Él mira inquieto alrededor buscando desesperadamente aquel que le dé el motivo imprescindible para derramar su gracia y evitar el fatal desenlace. Busca aquel que incline su rostro ante Él, que doble sus rodillas, levante sus manos e implore por la misericordia de Dios.
Aquel que levante de nuevo, mediante su oración, ese muro de protección, y que se pare en la brecha, tapando ese abismo que separa a Dios de los suyos. No busca a alguien especialmente cualificado ni capacitado. No busca a alguien con una vida de oración desorbitante, ni con palabras elocuentes. No busca a alguien con una determinada posición o características. Sólo busca a alguien que lo haga, que se levante e interceda. Y espera encontrarlo esta vez.
De ti depende que lo haga o no.