Escrito por Beliza Kocev, Coordinadora de Brasil del Ministerio Hermana Rosa de Hierro
"... Vine a desahogarme delante del Señor." (1 S. 1:15b RVC)
Imagina algo que quieres de verdad. Ahora imagina que además de quererlo de verdad, la gente lo espera de ti. Y además de eso, piensa que hay algo malo en ti porque no tienes lo que “deberías”. Imagina que alguien se burla de ti por eso.
Esta fue la vida de Ana. Su nombre significa "favorecida", lo que parece irónico en una época en la que la infertilidad era vergonzosa, no solo para la mujer, sino también para su familia. Y además de lidiar con el dolor de la infertilidad, fue humillada por Penina, la otra esposa de su marido Elcana (1 S. 1:6). Las provocaciones de Penina angustiaron a Ana. Lloraba y no comía.
Todos los años Elcana iba con sus esposas a Siló, donde había un templo. Y la historia se repetía cada vez: ir al templo, ser provocada por Penina, llorar, dejar de comer y, a pesar del intento de su marido de consolarla, permanecer en la misma condición (1 S. 1:7-8). Él intentaba satisfacerla con un buen trato, incluso siendo más generoso con Ana que con Penina, pero no entendía el dolor de Ana.
No sabemos cuántos años se repitió esta situación. Pero a lo largo de todos ellos, Ana continuó compartiendo su angustia y dolor con Dios. En uno de estos viajes a Siló, “Ana estaba muy triste y lloraba mucho mientras oraba al Señor" (1 S. 1:10 PDT). ¡Ana se levantó! Ante el dolor y la angustia, la humillación y la tristeza, al igual que Ana, necesitamos buscar a Dios, ya que solo Él puede dar alivio y consuelo a nuestros corazones. Muchas veces no podremos levantarnos por nosotras mismas. Por eso, es tan importante que tengamos hermanas cerca de nosotras para compartir nuestro dolor y luchar con nosotras en oración.
Algo interesante de la oración de Ana es que ella fue específica en su petición. Ana se conocía a sí misma y tenía una clara comprensión de lo que le angustiaba. Sabía exactamente lo que quería de Dios, y dejó claro que si su oración era contestada, dedicaría a su hijo al Señor (1 S. 1:11).
Cuando el sacerdote Elí la vio, pensó que estaba borracha porque solo movía los labios mientras oraba (1 S. 1:13-14). Ella le explicó su situación y compartió la aflicción que sentía. Elí respondió: "Vete en paz, y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido" (1 S. 1:17 NVI).
Después de esta oración y de la conversación con Elí, Ana se alimentó y su rostro, incluso, cambió y se volvió más expresivo (1 S. 1:18). ¡Ana regresó a casa y quedó embarazada! ¡Imagínate su alegría! ¿Alguna vez has recibido una bendición por la que habías esperado mucho tiempo? ¿Recuerdas tu gozo al obtener algo que esperabas, por lo que orabas y que pedías a Dios, derramando tu corazón? "Oraba por este niño, y el Señor me lo concedió" (1 S. 1:27).
Ana cumplió su promesa. Después de que Samuel fue destetado, ella lo llevó al templo. Recibió la tan esperada bendición, pero recordó que todo lo que tenemos debe ser usado para el Reino de Dios. Después de la humillación, la vergüenza y la angustia, pudo cantar y alabar con acción de gracias por la gracia recibida. Ella proclama en voz alta lo que el Señor hizo. "Nadie es santo como tú, Señor. Fuera de ti, no hay nadie más. No hay mejor refugio que tú, Dios nuestro" (1 S. 2:2).
El ejemplo de Ana nos enseña la importante lección de cómo la oración es un arma poderosa: doblar las rodillas y elevar nuestras voces a Dios es algo que Jesús nos enseñó y nos dio como ejemplo. ¡Debemos perseverar en la oración!
La de Ana fue una oración amarga que creó dentro de ella una profunda comprensión de su necesidad de buscar a Dios. Era una oración comprometida a consagrar al Señor la bendición que recibía. Vivimos tiempos difíciles. Que el Espíritu Santo nos ayude a, como Ana, perseverar en la oración y recordar nuestro compromiso con Dios.