Escrito por Wendy Neill
Cuando eras niña, posiblemente estabas en un club. Quizás las niñas exploradoras. O tenían un club entre las chicas con un aviso, “¡No se permite la entrada de los niños!” En la secundaria, el club quizás tenía que ver con la exploración de tus intereses: la fotografía, un equipo deportivo… En la universidad, quizás te uniste a una fraternidad, o quizás cantabas en el coro, tocabas en la banda.
Como adulta, posiblemente te encuentras en un club al que quisieras jamás pertenecer.
Alcohólicos anónimos o la celebración de la recuperación son “clubs” oficiales que posiblemente te han ayudado a reponer las cosas en tu vida. Hay otros clubs con nombres no-dichos a los que nadie se quiere unir, pero terminas en el proceso terrible de iniciación: el club de cáncer, el club del dolor crónico, el club de padres que han perdido un hijo, y muchos más. Tengo amigas queridas en cada uno de estos clubs: Susan, Joy, Tanya, Michelle, Glenda, Laura, Heidi, Terri, Danna, Carole, Judy, Stephanie, y Becky. Y si me encuentro sin ganas de unirme a uno de esos clubs, tengo a ellas que me acompañan. Son mis Hermanas Rosa de Hierro.
Cuando esas mujeres dicen, “Todas las cosas nos ayudan a bien para quienes aman al Señor,” en medio de mi prueba, les creo porque lo viven. Hay abrazos, lágrimas, y palabras que llevan aún más significado porque estas mujeres conocen el dolor. Juntas, podemos encontrar a Él que es la fuente de nuestra consolación.
Y la buena nueva es que tú te puedes encontrar en el club más importante del mundo: la iglesia. El costo de iniciación estaba fuera de tu alcance, pero ya fue pago por el Fundador. No pongas la camisa de membresía y llegar no más para las reuniones. Este club merece el todo. Allí, verdaderamente, serás transformada.
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