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Johanna Zabala Escrito por Johanna Zabala, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Venezuela 

Una vez, cuando iba vestida de blanco en un día lluvioso, me manché de barro. De inmediato se observó la incomodidad de todos al verme con ese sucio tan llamativo. Desde aquel día, no me visto tan frecuentemente de blanco y prefiero colores oscuros para evitar ensuciarme. 

Aquel precioso y recordado vestido ya nunca fue igual; es decir, comencé a cuidarlo más. Logré, sí, quitar la mancha, pero cada vez que lo usaba, estaba más pendiente de él. Considero que todo es aprendizaje y nos hace crecer. Entonces, ya aprendí que es demasiado fácil transformar algo blanco y limpio a algo sucio, más no tan fácil volverlo a transformar ya después de sucio. 

Desde mi nuevo nacimiento, celebro la nueva vida en Cristo Jesús (2Co 5:17). En ella, cada día es un proceso pleno de metamorfosis. Entre grandes desafíos, pasiones, sacrificios, distracciones, luchas y convicciones de fe en nuestro Señor, el Espíritu Santo hace una labor constante en la carne que pule sin igual como oro refinado para la gloria de nuestro Dios Todopoderoso (1P 1:7).

El Espíritu Santo, en transformación constante, me ha limpiado de sentimientos, pensamientos y acciones. En el logro de dicho trabajo espiritual, y humano al mismo tiempo, se necesita de un cambio interno para poder reflejar el Espíritu Santo y que sea Dios trabajando y transformando mi carácter de día en día, para perfeccionar mi actitud y asemejarla a la del Señor Jesucristo. No es fácil, es un caminar de perseverancia y negación constante de mi yo (Lc 9:23).

Pero cada vez que evalúo cómo era mi vida antes de conocer a Cristo, internalizo y doy gracias a Dios porque no sé qué sería de mi vida sin la acción transformadora del Espíritu Santo, en especial en los momentos cuando la fe se fatiga. Pero esto resulta para dejar a un lado mi posición acomodada y enfocarme en la negación de mis propósitos y deseos terrenales, con la mirada puesta en Jesús (Heb 12:2), para así poder seguirle y amarle en obediencia y verdad.

¿Qué requiere de mí? Esfuerzo, confianza y constancia. Debo dejar que sea Dios el que diga, haga y accione de la forma que solo Él actuaría. Debo también reconocer en cada instante la acción divina e intercesora de Dios moldeando mi mente y corazón. 

En ese amor transformador que me ha envuelto y enamorado desde que me amó primero, ha sido el mismo Dios en Su infinito poder y misericordia que me ha levantado y fortalecido en todas las áreas de la vida con Él. Comenzó en mi carácter y me ha domado desde el corazón para formar en mí el propósito santo que lleva Su nombre.

Todo en la vida se transforma, todo cambia; por lo tanto, no te resistas a cambiar. Pues, resucitarás con Él, mediante la obediencia del evangelio (Hch 2:38) y al ser crucificada juntamente con nuestro Salvador (Gá 2:20). Él es nuestro Príncipe de Paz, el Alfa y la Omega, el Camino, la Verdad, la Vida, el Agua viva, el Pan de vida, el Amigo fiel, el Rey de reyes, el Señor de señores y, por supuesto, quien nos transforma. Síguele y Él hará en ti lo que está haciendo en mí.