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Hace veinte años, hoy mismo, me monté en el avión para mi primer vuelo internacional, saliendo a Venezuela. Tengo el pase de abordaje desde Miami, por Viasa, un aerolínea que ya no existe.

Hay muchas cosas venezolanas que ya no existen… El café venezolano y leche entera en polvo que conocí por primera vez en ese viaje ya no se encuentran. Las arepas (una comida básica de la dieta venezolana, hecha con harina de maíz pre-cocido), poco se ven en la mesa porque el producto, originalmente producido en Venezuela, y luego importado de Colombia, ya no se encuentra tampoco. La falta de estos productos básicos y “el pan de cada día” son un testimonio a la decaída de la situación económica en Venezuela.

Hace un año y medio, la última vez que estuve en Caracas, la capital donde viví por cuatro años, nos resultó en vano un viaje al supermercado con una lista en la mano. Al contrario, uno pasaba todo el día en la cola para pagar por cualquier cosita que quedaba en los estantes. Y con una inflación anual de 700%, la plata no te alcanzaba para pagar por lo mínimo disponible… sin mencionar ya la falta de calidad en los productos.

Venezuela es un país con grandes recursos de petróleo, pero no ha disfrutado de los beneficios de esa riqueza – los ricos se han vuelto más ricos y los pobres más pobres. Líderes hambrientos por el poder y la riqueza han destrozado un país bellísimo con tanta potencial. Me duele en el alma ver la caída del país, y no tengo palabras fuera de mis oraciones para consolar a mi familia venezolana y la iglesia que se ha visto tan afectada por las circunstancias.

Muchos de los que tuvieron la posibilidad de migrar ya lo han hecho para el bien de su familia. Crea un gran vacío entre los que quedan trabajando en la iglesia.

Las condiciones económicas causa un aumento en los crímenes, pero a pesar de todo tengo a muchos amigos cercanos, hermanos y hermanas en Cristo que siguen luchando para compartir las buenas nuevas con los que están adoloridos y buscan respuestas. ¡Gracias!

Aplaudo los esfuerzos por los que primero me inspiraron a servir en el ministerio a tiempo completo con pasión y fervor, cuando primero conocí a la iglesia en otro contexto cultural y otro idioma, hace veinte años.

Aunque no he seguido con la misma práctica con el tiempo, después de ese primer viaje, hice un álbum de esa primera visita. Un ziploc de billetes y monedas (bolívares que ya no valen nada) y otras cositas que me llamaron la atención. Y las fotos van envejeciendo tal como las personas que se encuentran en ellas – el grupo que trabajó un mes en el verano del año 1996, en las ciudades de Maracay y Barquisimeto.

Al revisar el álbum con la interna del ministerio hace unos días, me costó reconocer mi cara sin arugas y mi cabello sin canas. Me contenta haber dejado de usar la ropa que ni siquiera fue de moda en ese tiempo. Sin embargo, jamás me olvidaré de las personas ni sus nombres… las con quien anduve durante las siete semanas en Venezuela.

Después de las primeras semanas del viaje, llamé a mis padres para pedirles permiso para quedarme tres semanas más y visitar a todos los contactos que conocimos durante la campaña, dirigida por Ava Conley y la Universidad de Harding.

Nos reímos de mis plegarias, “Ya estoy aquí… Quién sabe si tendré la oportunidad de volver a Venezuela en otra ocasión…” Me imagino que hasta Dios se rió de la conversación, sabiendo que volvería en muchas visitas y a vivir en la capital por cuatro años.

Veinte años después… me maravillo de la transformación de un país, cambios que me entristecen y me pesan en el corazón. Y me maravillo de la transformación de mi misma como individuo que Dios sigue transformando como instrumento a ser usando en su reino.

Que él siga transformando y renovando a cada uno de nosotros, tal como le pido que transforme y renueve a Venezuela también.

Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día.

2 Corintios 4:16

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