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Escrito por Ann Thiede, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
“Y [Jesús] decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, este la salvará”. (Lc. 9:23-24 RV1960)
Era mi segundo año en la universidad cuando todo parecía formar parte de un paquete limpio y ordenado. Buenas notas, parte de un buen grupo de chicas, miembro de la junta directiva del sindicato universitario. Y tenía la libertad de tomar mis propias decisiones. ¿Auto-negación? Ese era un concepto extraño.
“En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres” (Tit. 3:3a NVI) fue una descripción precisa de mi vida egocéntrica en ese momento. El alcohol era mi amigo y yo inducía a otros a beber. Y el abuso del alcohol tenía una mala manera de liberar las inhibiciones. Buscaba desesperadamente aprobación.
En medio de una vida aparentemente buena, Dios interrumpió y puso mi mundo al revés. Fue una pequeña muestra de lo que pasó al apóstol Pablo cuando Jesús lo derribó de su “alto caballo” con una luz cegadora. (Ver Hechos 9:3-6.) Me derribó en el momento en el que alguien que me importaba me planteó la pregunta de si yo era cristiana o no. Me quedé atónita y molesta, pero también sin respuesta. La tendencia natural podría haber sido ponerme a la defensiva. En lugar de eso, elegí buscar la verdad y comencé a leer seriamente los evangelios y a escuchar a Jesús. Cuando era niña, una semilla de fe había sido plantada en mi corazón esperando este momento.
¡Sus palabras me sorprendieron y atrajeron! Cuanto más leía, mayor era mi deseo de dejar de lado las cosas mundanas y de agradarle a Él en lugar de a mí misma. Las maldiciones cesaron. Las bebidas alcohólicas fueron eliminadas. Elegí estar en control de mi mente. “A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los impíos” (Ro. 5:6). ¿Cómo podía Jesús amar tanto a esta mujer impía? Fue humillante.
Pero ¿qué dirían mis padres si yo tomaba la decisión de seguirlo en alma y corazón? Mi religión sólo había sido la asistencia dominical obediente que se había quedado en el camino. ¿Qué dirían mis amigas? Decidí que nada más importaba salvo conocer a Jesús como Señor y Salvador.
No puedo decir que mis padres estuvieran precisamente emocionados. Mamá no tenía muchos conocimientos bíblicos y se sentía intimidada por una hija feliz y cambiada. De vez en cuando me lanzaban dardos verbales. Lloré, oré y me aferré a Cristo y a mi nueva familia espiritual: la iglesia. Y encontré tranquilidad en estas palabras de Jesús:
“Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mt. 19:29 RV1960)
Algunas de mis amigas más cercanas se ofendieron cuando les dije que me había convertido en cristiana. Pedro en su primera carta dijo que esto podría suceder. “No es de extrañarse que sus amigos de la vieja vida se sorprendan de que ustedes ya no participan en las cosas destructivas y descontroladas que ellos hacen. Por eso los calumnian” (1 P. 4:4 NTV).
Nada en mis días “antes de Jesús” se compara con “el incomparable valor de conocer a Cristo Jesús” (Fil. 3:8 NVI). Dios me llamó a Él incluso en mi pecado. Perder mi vida para encontrarla en Jesús ha sido un viaje increíble. Cincuenta años después, sigo siendo una deudora agradecida, más enamorada aún de Aquel que pagó mi deuda.
¿Qué has considerado como pérdida para ganar a Cristo?
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Escrito por Deanna Brooks, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Arkansas
En Filipenses 3:8-11 (NVI) Pablo escribe:
Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo y encontrarme unido a él. No quiero mi propia justicia que procede de la Ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe. Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte. Así espero alcanzar la resurrección de entre los muertos.
En Lucas 14:25-33, Jesús nos amonesta a calcular el costo de ser discípulo y cierra con estas palabras en el versículo 33: “De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”.
Pablo tenía un historial del cual estar orgulloso, pero para él significaba menos que conocer a Cristo. Leemos en Filipenses 3:3-7 que fue…
“circuncidado al octavo día, del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, un verdadero hebreo; en cuanto a la interpretación de la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que la Ley exige, intachable. Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo”.
Pablo nació en Tarso y era un ciudadano romano que estudió a los pies de Gamaliel y probablemente se estaba preparando para llegar a ser un líder religioso muy respetado. Se cree que debido a que había sido educado por Gamaliel, su familia era rica.
Pablo sostuvo las vestiduras de los que apedrearon a Esteban (Hch. 7:58) y aprobó la ejecución (Hch. 8:1), lo que indica que tenía cierta autoridad entre los líderes judíos. Es muy probable que fuera visto como uno de sus jóvenes líderes brillantes en el camino hacia la cima.
Sin embargo, en el camino a Damasco, Jesús llamó la atención de Pablo y cambió su vida.
Cuando tomó la decisión de seguir a Jesús, cortó los lazos con su vida anterior… con aquellos con quienes había estudiado, con los líderes religiosos y quizás con su fuente de ingresos.
El ejemplo que da Pablo al ver que nada en este mundo es tan importante como seguir a Jesucristo nos habla de su dedicación y fe.
¿Qué nos impide “conocer a Cristo”?
A veces es simplemente la vida ocupada que vivimos. Otras veces es la televisión, los eventos deportivos o el entretenimiento del mundo. El tiempo pasa… nuestro día se nos escapa y no nos hemos detenido a orar, a leer las Escrituras o a meditar. Nos preocupamos por nuestro trabajo, nuestro coche, las facturas o nuestra casa, y estos se apoderan de nuestras vidas.
Pero Jesús dijo una vez que el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt. 8:19-20).
Paul parece estar en una situación similar. Se alejó de lo que tenía para poder enseñar a otros acerca de Jesús. No tenemos registro de que alguna vez haya tenido un hogar permanente después de convertirse en seguidor de Jesús. No tenía esposa ni hijos, pero, aunque tenía una hermana y un sobrino (Hch. 23:16), encontró un hogar con compañeros discípulos en sus viajes.
Si bien vivir un estilo de vida nómada puede no ser algo que la mayoría de nosotros podamos hacer, podemos decidir poner a Jesús en primer lugar en nuestras decisiones sobre las cosas que ocupan nuestro tiempo, cómo gastamos nuestro dinero y cómo tratamos a los demás.
Animo a cada uno de nosotros a detenernos y pensar: ¿Hay algo que me impide poner a Jesús por encima de todo en la tierra? ¿Hay algo a lo que debo renunciar para verdaderamente hacer de Jesús el Señor de mi vida?