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Llevo doce años visitando a médicos, sanadores, cualquier persona que tuviera un remedio para mi enfermedad. No hay un tratamiento que no he intentado. He cambiado mi dieta. He probado remedios herbales. Nada me ha funcionado.

Llevo doce años sangrando. ¿Sabes cómo te sientes en el peor día de la menstruación? Agotada, con calambres, malhumorada, sin energía, enojada con Eva, sin apetito, o con ganas de comer todo a mi alcance. Llevo doce años sintiéndome así sin alivio.

Mujeres en la menopausia ni siquiera me comprenden totalmente.

No quiero minimizar el dolor de otros, pero ya no me queda nada y lo peor es el aislamiento y el rechazo.

Te cuento por qué. Soy judía. Y la sangre es algo impuro. Los primeros meses, no salí para ninguna parte porque haría a otros impuros. Cuando por fin tuve la valentía y la energía para salir de la casa, se empeoró todo.

Tuve que pegar grito, “impura,” a donde fuera para que nadie me tocara sin querer y así quedar impuro también. Es dejar al aire libre para que todos vean y sepan lo peor de tu vida y tu ser.

Es una vida muy solitaria. No tuve contacto físico por doce años – ningún abrazo caluroso ni un toque amoroso. Sentí no-amada, olvidada, y quebrantada.

Puede que te incomoda hablar de estas cosas, pero los eventos de la semana pasada me han inspirado pegar grito desde las montañas y no la palabra “impura.”

Un Maestro con gran poder sanador estaba de visita en el pueblo. Y aunque me costó creer en la esperanza de sanación, había oído tantas historias buenas de ese hombre de Dios que oré a Dios una vez más y decidí arriesgarme una vez más.

La gente rodeaba el Maestro y estaba tan cerca que sabía que yo no iba a poder acercarme a él. Sus discípulos siempre estaban cerca y se hubieran arriesgado su propia pureza para proteger al Maestro.

Pero no tuve opción. Mi última esperanza de sanación se encontró con ese hombre. Si apenas pudiera tocar el borde de su manto… Así que tapé mi cara con mi manto y desobedecí las reglas judías. En una combinación única del temor al ser descubierta y la esperanza de sanación, escondida bajo mi manto, me dirigí hacia el Maestro pasando por la cantidad de personas que le rodeaban.

Por fin, llegué al Maestro y mis dedos rozaron el borde de su mano. De inmediato, sentí un alivio. Un gran suspiro llenó mis pulmones. La vida se restauró al cuerpo. ¡Estaba sana!

Lamentablemente, mi alivio fue breve y mi suspiro se convirtió en un grito ahogado al escuchar la voz del Maestro. “¿Quién me ha tocado?”

Sus discípulos trataron de convencerle a que fue por la gran cantidad de personas alrededor. Cuando insistió el Maestro, se realizó mi gran temor. Regaño, rechazo, aislamiento, y una revocación de su sanación estaban por venir. Lo sabía y lo temía.

Sin embargo, este Maestro fue como ningún otro. Temblé a sus pies al confesar lo que hice y compartir mi historia. Sus ojos se llenaron, no de condenación, sino de amor, aceptación, y simpatía.

Mis lágrimas de temor se transformaron a lágrimas de gratitud profunda por el tremendo regalo que me había dado. Sí, aprecié la sanación física de mi sangramiento. Pero más poderoso aún fue la sanación emocional. Por primera vez en doce años, me dio la bienvenida a la familia. Me invitó otra vez a la comunidad. Fui redimida.

—¡Hija, tu fe te ha sanado! —le dijo Jesús—. Vete en paz y queda sana de tu aflicción.

Sí, El Maestro, Jesucristo Mesías, me había llamado, “Hija.”

Para toda la historia, puedes leer Mateo 9, Marcos 5, y Lucas 8.

P.D. Luego me enteré que el Maestro derramó su propia sangre redentor que permitió que todos fuéramos limpios – Ofreció a todos la oportunidad de recibir la invitación a ser parte de su familia. Te invito a dejar que él también te llame “Hija.”


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