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Fui un niño agradable. Desde joven, se sabía que yo era especial. Por ejemplo, yo fui el único niño de mi edad, o por lo menos el único hebreo.
Mis raíces hebreos fueron innegables por mi apariencia, pero estaba sano y salvo en la casa del Faraón, criado por su hija. Dios tuvo misericordia sobre mí.
Aunque el rey había mandado a matar todo bebé hebreo, mi madre me escondió y me mandó por el río bajo el cuidado de mi hermana. La hija del Faraón me rescató y como mi hermana siempre me estaba cuidando, sugirió que mi mamá me amamantara. Todos los días, mi mamá me cuidaba y me contaba historias de Dios Jehová en el palacio.
Las historias de Jehová se entremezclaron con la educación y la sabiduría de los egipcios con los cuales me entrenaron.
Mi vida fue fácil y bendecida. Era poderoso en palabra y en obra, pero conocía el dolor y la opresión de mi pueblo, los israelitas. Así que cuando tenía cuarenta años, decidí que estaba listo. Llevaba toda la vida sabiendo que Dios me salvó por un propósito – a salvar su pueblo. Y ya estaba listo para cumplir ese llamado. “Ya me encargo,” pensé.
Decidí visitar a mi gente, y vi a uno siendo maltratado por un egipcio. Fui a defender al israelita y maté al egipcio.
Estaba seguro que al vengarlo matando al egipcio, el pueblo se diera cuenta de que Dios me estaba usando para rescatarles (Hch. 7:25). Sin embargo, no fue así que salieron las cosas.
El próximo día, algunos israelitas estaban peleando y traté de involucrarme. Pero lo que hice el día anterior me causó problemas y rechazaron mi liderazgo.
Desanimado y frustrado, huí a Madián a vivir como extranjero, me casé y tuve dos hijos. Me quedé en Madián cuarenta años, mayormente trabajando como pastor – un trabajo que me dio bastante oportunidad de reflexionar sobre lo que había hecho mal.
Dios tenía un plan para mi vida, pero yo la había tomado en mis propias manos y traté de hacer que se realizara el plan a mi manera y en mi tiempo.
Dios no me usó cuando era joven, “poderoso en palabra y en obra,” sino cuando ya era mayor, más humilde, y tartamudeaba.
Dios esperó hasta que yo soltara el control de cómo él salvara a su pueblo, para que yo pudiera ser usando meramente como instrumento en sus manos.
Pero seguí luchando contra el deseo de tomar las cosas en mis propias manos, especialmente cuando se quejaban los israelitas.
Y pagué gran precio por no dejarlo en las manos de Dios y por no confiar en él y su plan. Pegué a la roca en vez de hablarla (Num. 20:1-14). Y al tomar la situación en mis propias manos, rechacé a Dios y ya no pude entrar en la tierra prometida.
Aunque nunca pisé la tierra prometida de Canaán, la gracia de Dios me permitió entrar en la tierra prometida eterna donde mora Dios.
Que me acompañes en arrepentirnos de tomar las cosas en nuestras propias manos. Y que siempre pongamos nuestra confianza en el Jardinero Divino y dejar las cosas en sus manos.
La historia de Moisés contada desde su perspectiva según la cuenta Esteban en Hechos 7:17-40.

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