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Escrito por Michelle J. Goff, directora y fundadora del Ministerio Hermana Rosa de HierroMichelle Goff 320

Diariamente, por como siete años, antes, durante y después de la secundaria, escribía fielmente en un diario de oraciones. Notaba cuáles capítulos de Proverbios y del Antiguo y Nuevo Testamentos había leído. Dado que el escribir es una de mis maneras de procesar el mundo, me parecía apropiado pasar un tiempo apartada cada noche conversando con Dios sobre mi día, mis pensamientos, mis temores y mis preguntas, de forma escrita.

La mayoría del tiempo, si me dirigía a Dios específicamente por nombre, decía simplemente, “Querido Dios.” Luego aprendí a llamarle Gran Médico, Consolador, Príncipe de Paz, Yahvé, Salvador, etc. Sin embargo, durante esos años tempranos en oración, si tuviera que elegir un sólo título principal que me venía a la mente cuando le hablaba, sería el de Padre celestial.

“Celestial” porque le veía como de otro mundo. Estaba sentado en Su trono y nos escuchaba, insertando una intervención ocasional de parte de una petición verdaderamente digna. Le daría gracias por Su sabiduría en Proverbios y lamentaba los muchos que no prestaron atención a Su sabiduría.

“Padre” porque enfatizaba mayor distinción entre nuestro Padre en los cielos, Su Hijo, Jesús, que vino a la tierra para morir en la cruz para salvarnos de nuestros pecados y en cuyo nombre orábamos. Finalmente, el Espíritu Santo era el tercer título y uno al que nunca le oraba.

Ahora doy gracias al Espíritu Santo por interpretar mis gemidos (Rom. 8:26) y le pido que sea mi Guía, Consolador y que me recuerde la Verdad (Juan 14, 16). ¡Además, es un sello garantizando mi herencia!

He aprendido a dar gracias a Jesús por modelar la obediencia, por Su amor sacrificial, no egoísta y por escoger a seguidores que el mundo llamaría indignos para ser Sus primeros discípulos. ¡Es mi Redentor que vive e intercede por mí!

Al seguir llamando al Padre en oración, el significado de ese título ha evolucionado. Mi relación y comunicación con el Padre han crecido junto con mi intimidad con Él.

Después de regresar a vivir en los EE.UU. luego de mis años en Venezuela, sufrí tremendo shock cultural de vuelta. No era un término usado comúnmente en esa época, ni tampoco era algo de lo que me habían advertido.

Caminando por los pasillos del supermercado, me abrumaban los cientos de opciones. Había venido de un lugar y un tiempo en que planeabas tu menú en base a lo que podías conseguir en el momento de compras o lo que habías pasado horas en una cola esperando a obtener.

Navegando relaciones nuevas en una cultura casi olvidada, tenía que explicar por qué no sabía nada de programas de televisión, películas, propaganda u otros temas de conversación liviana y puntos de conexión. Contaba los días para volver a visitar a Venezuela y la oportunidad de presentarles las razones por las que yo era más dinámica en mis expresiones o incómoda culturalmente.

Uno o dos meses después de volver de esa visita en Venezuela, la vida me hizo otro giro y se duplicaron mis responsabilidades. Todavía desorientada e incierta, me acuerdo claramente la oportunidad que se me presentó para pasar unos días a solas. Ese tiempo intencional de oración, reflexión, lectura bíblica y descanso era necesario.

El momento que más recuerdo de esos días fue cuando me imaginé acurrucada en el regazo de Dios, llorando en mi dolor. Era un Padre que me daba la bienvenida, me tomaba de la mano derecha y tocaba mi cabello suavemente, al consolarme. Me calentó Su abrazo y me llevó a un nivel más profundo de confianza. Él podía lidiar con mi duelo. Él podía reorientar mi incomodidad cultural. Él podía cargar el peso de mis responsabilidades adicionales. El seguiría fiel y presente. Siempre.

Maravillosamente, sabía que siempre podía volver a Su regazo en cualquier momento. Y lo hice.

Como mi Padre que me amaba profundamente, podía ir a Él sin el impedimento de mi duda. Como mi Padre que se deleitaba en mí, podía brincar hasta Su regazo y charlar de mis mayores gozos. Como un Padre que me llamaba Su hija, podía escucharle susurrar mi nombre como Quien siempre me ha conocido.

Después de esa primera vez en que me visualicé sentada en el regazo de Dios lloriqueando descuidadamente los dolores más profundos de mi corazón, Él se convirtió verdaderamente en mi Padre.

Si no has podido comunicarte con nuestro Padre con ese nivel de intimidad, te invito a comenzar con entrar a Su trono y aceptar Su invitación a esa profundidad de relación con Él. Comienza con la comunicación. No tienes que saber qué decir. Dios conoce tu corazón y no necesita que le digas ni una palabra.

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