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2022 04 Jenn PercellEscrito por Jennifer Percell, voluntaria del Ministerio Hermana Rosa de Hierro en Missouri

Cuando leo la historia de Jairo, siempre siento una sacudida del pánico que este hombre debe haber sentido cuando cayó de rodillas a los pies de Jesús. Su hijita se estaba muriendo. Pero Jairo tuvo que observar cómo una multitud se interponía entre él y su única esperanza. Debe haber sentido una ansiedad terrible cuando el Salvador se detuvo para hablar con la mujer que había tocado Su manto. Cuando Jesús le dijo a la mujer que se fuera en paz, Jairo debe haberse preguntado si tenía alguna esperanza de paz. Y luego llegó la noticia que un padre no puede soportar. Su pequeña niña se había ido. Le dijeron que dejara de molestar al Maestro. El dolor aplastante apenas tuvo tiempo de aparecer antes de que Jesús ofreciera una nueva esperanza. La montaña rusa de emociones terminó con una familia reunida y la muerte se detuvo en seco. Una escena que sólo Dios puede orquestar, una resurrección.

No he sufrido la muerte de un niño, pero he suplicado a Jesús que salve a mis hijos de la muerte espiritual. Hubo un tiempo en que mis temores por ellos me dejaron en pánico al igual que a Jairo. Hace unos años, entré en una temporada muy oscura. Una de mis más queridas amigas, mi fiel y amable suegra, estaba llegando al final de su vida. Tuvimos el privilegio de tenerla viviendo con nosotros en su última enfermedad, pero el dolor de verla desvanecerse nos agobiaba.

Un día que estábamos en el hospital viendo impotentes que el cáncer se robara a nuestro ser querido, decidí irme a casa a darme una ducha. En el camino hablé con un querido amigo que acababa de perder a su hermano en un crimen terrible. Sentí que mi corazón no aguantaba ni un gramo más de dolor. Cuando llegué a nuestra casa y recogí el correo, había una carta de nuestra hija. Esta carta confirmó mis peores temores de que esta preciosa hija se había alejado de su fe.

Comenzando ese horrible día, caí en lo que ahora describo como una parálisis de mi corazón. Sabía que mi propósito número uno era criar a mis hijos con una fe fuerte y había fallado en todo lo que realmente importaba.

Entonces, justo cuando mi suegra entraba en las últimas semanas de su vida, se produjo otra tragedia. Mi preciosa hermana mayor, confidente y mejor amiga sufrió una demencia severa y no pudo vivir en su casa. Dependía de mí tomar decisiones muy difíciles con respecto a su cuidado. Mi pena se hizo más profunda. Mi fe no vaciló, pero me identifiqué mucho con Jesús, el Varón de dolores.

En el punto más bajo de esta temporada de desesperación, yo misma me enfermé. Fue necesario tomar una licencia médica de uno de los pocos trabajos que aún funcionaba durante el cierre por COVID. Amaba mis días cocinando para los ancianos en un hogar de ancianos y ahora tenía que abandonarlos en su soledad de encierro.

Mis lágrimas parecían ser la única constante en mi vida y, como Jairo, sentí que Dios se había vuelto para ayudar a alguien más a pesar de mis constantes oraciones para que Él interviniera en todas estas crisis. Empecé a sentir que la alegría y la risa eran inapropiadas, que hasta que mi hija regresara al Señor y mis seres queridos tuvieran alivio, yo no tenía derecho a ser feliz.

Jesús le dijo a Jairo que no tuviera miedo, que creyera y su niña sería sana. Lentamente, suavemente, Jesús encontró maneras de decirme que no tuviera miedo. En algún lugar en medio de mis oraciones frenéticas y la oscuridad que las acompañaba, llegué al final. El final de ensayar inútilmente conversaciones una y otra vez en mi mente para ver qué había dicho mal o podía arreglar. El final de ofrecer a Dios planes, ideas y sugerencias de cómo cambiar estas situaciones sin esperanza. El final, supongo, de mí: yo tratando de cambiar todas las cosas sobre las que no tenía absolutamente ningún control. Cuando le dijeron a Jairo que su hija había muerto, debió haber sentido que era el final, el final de cualquier solución que pudiera ver para su gran necesidad.

Y en ese final, Dios comienza. Cuando todas nuestras soluciones se han ido, todos nuestros arreglos se han roto y no queda nada, finalmente estamos listas para Dios. Los dolientes en la casa de Jairo habían aceptado el final. Se reían de la idea de que Jesús pudiera cambiar la muerte. Jesús, sin embargo, como siempre, tuvo la última palabra. La Biblia nos dice que Él tomó a la niña de la mano, su espíritu volvió y ella se puso de pie.

Cuando sentí que había llegado a mi final, Dios pudo comenzar a razonar conmigo. Hubo días en los que realmente entendí que no estaba sola. Vi que pedirle a Dios que sanara la fe de mi hija y cuidara de mi salud, de mi hermana y de mi dolor por mi suegra, me exigía entender que Él escuchaba mis llantos. Empecé a ver mis oraciones como el acto de entregar todo el paquete de cargas a Dios y caminar junto a Él, libre del peso que no podía llevar. Cada paso que daba cuando dejaba que Jesús llevara el dolor, se hacía más ligero, hasta que un día me di cuenta que podía reír. Podía caminar al lado de Jesús y sentir alegría.

Así como Jairo caminó de regreso a la casa con Jesús, sin saber que su hija viviría de nuevo, todavía camino con tantas incógnitas. Mi hija todavía vive sin Dios, mi suegra ya no está aquí con nosotros, mi hermana está fuera de mi alcance en su mente rota y mi enfermedad no está resuelta. Pero como la niña resucitada por Jesús, mi espíritu ha vuelto.

Aprendí que puedo caminar con profunda tristeza y profunda alegría de la mano. Mi corazón puede contener la angustia de la tierra y la paz del cielo mientras Jesús camina conmigo hacia las resoluciones por las que he orado. Alguien ha dicho, en Jesús, una temporada de espera no necesita ser una temporada desperdiciada. La fe nos da una esperanza constante de curación, paz y resurrección de las almas perdidas.

Así que hermana, levántate, lávate la cara y vive, porque el Gran Médico, Jesús Resucitado, está en camino para levantar tu corazón y darte alegría.

 

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